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Solas

Madres solteras en Euskadi

Clara Serra / Alfredo Ramos

Este año estamos en el setenta aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un texto que reconoce el derecho de todos los hombres y mujeres a tener una familia. Si miramos a nuestro país y nos preguntamos cómo de garantizado está ese derecho en España, el panorama es desolador. Al trasfondo ideológico que subyace a las políticas familiares llevadas a cabo durante décadas por el partido que nos gobierna hay que sumar lo que el Partido Popular ha hecho contra las familias en nombre de la austeridad.

La crisis ha llevado a una verdadera situación de desatención de nuestros mayores y de las personas dependientes, abocados los primeros al cuidado insuficiente que reciben en unas residencias precarias gestionadas privadamente y desatendidos los segundos por la inexistencia de una ley de dependencia dotada de recursos reales. Muchos de nuestros jóvenes han abandonado forzosamente su país y sus familias y, los que buscan su futuro aquí, se enfrentan a un mercado laboral basura que no ofrece oportunidades para la generación más preparada de la historia. ¿Puede la mayoría de las personas de treinta años decidirse hoy a tener hijos y formar una familia? La sensación generalizada es el miedo, la incertidumbre y la falta de garantías para unos jóvenes que nacimos en un estado de bienestar pero que hoy día solo tiene ante sí riesgo y ausencia de certezas.

La peor parte se la llevan, como siempre, las mujeres, penalizadas laboral y profesionalmente cuando deciden ser madres o cuando están en una edad en la que podrían serlo. A muchas mujeres de nuestro país les salen las cuentas dejando de trabajar o pasando a media jornada antes que pagar lo que cuestan las escuelas infantiles. Es decir, muchas tienen que poner a un lado o renunciar a sus carreras y sus aspiraciones si quieren ser madres y muchas otras, por no estar dispuestas a esos costes, dejan de plantearse tener hijos aunque desearían poder hacerlo.

De todos estos riesgos el mayor es el que implica ser madre soltera, es decir, ser mujer, ser madre y estar sola. Y es que estar solas parece ser una especie de castigo para aquellas mujeres que eligen libremente la maternidad apostando por un modelo diferente de familia. El Partido Popular ya ha demostrado sus predilecciones ideológicas y su negación de la diversidad familiar: en 2015 el gobierno de Rajoy excluyó del acceso a la reproducción asistida a las mujeres solas y a las mujeres lesbianas, una curiosa manera de defender la maternidad y la familia en un país donde nos dicen que el envejecimiento de la población hace ya insostenibles las pensiones.

Si las mujeres que encabezan familias monoparentales están solas no es por no contar con otro progenitor, algo que en muchas ocasiones es fruto de su elección, sino porque la administración y las leyes las abandonan a su suerte. La falta de reconocimiento y protección hacia estas familias está dando lugar a claras situaciones de discriminación con respecto a otros modelos familiares. Mientras una mujer viuda que tiene dos hijos es equiparada en cuestión de ayudas y recursos a una familia numerosa, las mujeres que tienen dos hijos como resultado de su propia elección están fuera de esas ayudas. Mientras las familias numerosas son protegidas con independencia del nivel de renta, las familias monoparentales, uno de los tipos de familia más expuestos a la pobreza, siguen sin estar reconocidas legalmente. Nos encontramos con dos problemas fundamentales: las familias monoparentales parecen invisibles para las políticas públicas y, por lo tanto, las instituciones que deberían garantizar ese derecho humano a la familia, las han abandonado.

Los hogares monoparentales multiplican por cuatro el número de hogares con familias numerosas. Siguen aumentando y podemos hablar de casi dos millones en todo el país, un número significativo para ser considerado dentro de las políticas públicas. Sus principales rasgos son dos: la mayoría de estos hogares, en torno a un 80%, está encabezado por mujeres; en segundo lugar, es habitual que cualquier análisis sobre las condiciones de vida de la población en España identifique que uno de los grupos más vulnerables es el de las familias monoparentales.

Estos diagnósticos señalan sus dificultades generalizadas para llegar a fin de mes (tres de cada cuatro familias tienen problemas a este nivel, según Save the Children) y señalan cómo estos hogares duplican el porcentaje de mujeres que o están en desempleo o trabajan en la economía sumergida. El paro de larga duración se está convirtiendo en la norma biográfica de muchas de estas mujeres, junto con los efectos de la discriminación laboral al ser mujeres y madres solas y muchas de ellas o han agotado o no tienen derecho a prestaciones sociales.

Ya hace años que las familias monoparentales decidieron enfrentar esta invisibilidad, este olvido, y lo hicieron, precisamente, dejando de estar solas. En los últimos años hemos conocido nuevas asociaciones o plataformas de defensa de derechos de las familias monoparentales o informes de diferentes entidades que han puesto negro sobre blanco las condiciones de estas familias. La labor de estos colectivos ha sido fundamental para lograr que políticos y políticas tengan que sentarse a reconocer que es imprescindible ensanchar el concepto de familia, porque, de lo contrario, una parte importantísima de la población se queda desprotegida. Porque estamos comprometidos con los derechos humanos, estamos comprometidos no con un único modelo de familia, sino con todas las familias. Y por eso presentamos una ley de reconocimiento de la familias monoparentales esta semana en la Asamblea de Madrid. Porque tenemos un compromiso con ellas.

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