The West versus the Rest
Pido disculpas a lectoras y lectores por el título en inglés, que además no es original, ya se ha empleado muchas veces en el mundo anglosajón. Lo retomo porque resume de una forma clara y sucinta la situación geopolítica a la que nos vemos abocados desde hace algunos años, cada vez más, por las nefastas políticas de algunos líderes occidentales: Occidente contra el resto.
De la II Guerra Mundial emergieron dos grandes potencias enfrentadas: Estados Unidos y la Unión Soviética, de ideologías contrapuestas, cada uno con su esfera de influencia, que intentaban ampliar para superar a su adversario. El mundo era bipolar, todo lo que sucedía en el ámbito de la política se analizaba en función de a cuál de los dos favorecía o interesaba. El movimiento de países no alineados no era relevante ante el poder de los dos líderes. Después, cuando colapsó la Unión Soviética en 1991, solo quedó una potencia hegemónica: EEUU. Fue entonces cuando Francis Fukuyama proclamó el fin de la historia, el triunfo definitivo de la democracia liberal.
Pero el fin de la historia duró muy poco, solo hasta los atentados de las torres gemelas en septiembre de 2001. Y ese fin no llegará nunca mientras existan desigualdades, opresión, explotación, injusticia. Mientras en el mundo haya países con una renta per cápita por encima de cien mil dólares, cuando en otros apenas supera los doscientos. Mientras haya países cuyos habitantes tienen una esperanza de vida superior a los ochenta años y otros en los que no llega a cuarenta. Mientras haya 700 millones de personas que pasan hambre en el mundo. Mientras el gasto militar mundial sea de 2,24 billones (europeos) de dólares, más de diez veces el total de la ayuda oficial al desarrollo. Mientras existan más de 12.000 armas nucleares, capaces de destruir el planeta. Mientras sigamos derrochando energía y malgastando los recursos naturales escasos, incluidos los más esenciales como el agua.
EEUU ejerce ahora su hegemonía, renqueante por su fragilidad política interna, acompañado por un conjunto de países, mayoritariamente europeos. Un conjunto que se ha dado en llamar “Occidente”. Es una especie de OTAN+, sumando a países europeos que no pertenecen a la Alianza, como Suecia o Austria, y también oceánicos como Australia y Nueva Zelanda, o asiáticos como Japón y Corea del Sur, aunque su grado de cohesión con el conjunto y su motivación son variables. En realidad, el núcleo dirigente es anglosajón, se compone de EEUU, Reino Unido y los tres países con los que comparte jefe de Estado: Canadá. Australia y Nueva Zelanda.
Estos países han construido una poderosa red común de inteligencia: los cinco ojos, y tienen estrechas relaciones en el campo de la defensa: EEUU provee al Reino Unido de misiles nucleares intercontinentales Trident, y ambos forman la alianza AUKUS con Australia, a la cual van a proporcionar submarinos de propulsión nuclear. Juntos se proponen formar un frente de contención contra China, en el que pretenden involucrar a la OTAN y –si es posible– a India. La Unión Europea sigue acríticamente la política de ese núcleo anglosajón ante la falta de un liderazgo claro y de la unidad necesaria paras elegir su propio camino, incluso cuando va contra sus propios intereses, como es el caso del enfrentamiento con China, que es su principal proveedor y su tercer cliente.
China es el único rival estratégico de EEUU porque puede igualarle o incluso superarle en capacidad económica y tecnológica, pero no es un antagonista como lo fue la Unión Soviética, porque no pretende expandir su sistema político, ni siquiera liderar a otros países creando un grupo de poder similar al occidental. Tiene una penetración económica creciente en muchos países, también europeos, pero su objetivo no es ejercer sobre ellos ninguna influencia política ni orientar sus decisiones, ni internas ni externas, sino solo defender sus intereses nacionales.
En lo que hoy denominamos sur global, China no es percibida como un líder que marca el camino a seguir, sino como el más poderoso entre ellos. Rusia sí que intenta mantener un cierto dominio sobre su entorno más próximo, como demuestra la guerra de Ucrania, e incluso intervenir más allá, para no perder su papel de potencia mundial, pero sus escasos recursos, económicos, militares –salvo los nucleares– y demográficos no le permiten ejercer el papel que pretende.
El mundo no vuelve a un sistema bipolar, porque China no puede ni quiere liderar medio mundo, sino probablemente a uno multipolar, que puede ser mucho más inestable y necesitará aún muchos años para formarse. EEUU y Reino Unido –con la aquiescencia europea– lo quieren unipolar, dirigido por ellos, apoyándose en la fuerza militar de EEUU, en la hegemonía del dólar, y en instituciones obsoletas como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, o en otras más recientes –pero igualmente desequilibradas– como el G7.
Pero el resto del mundo va por otro lado, no acepta ya esa pretendida superioridad occidental, que en muchos casos le recuerda pasados coloniales o la depredación de sus recursos. La expulsión de Francia de sus antiguas colonias en África occidental, Mali, Burkina Faso, Níger, en favor de una fuerza tan poco fiable como la milicia rusa Wagner, es un ejemplo de esa reacción. Pero no el único. La penetración económica de China en África y Latinoamérica, o la ampliación de los BRICs a seis países más, hasta alcanzar entre todos un tercio del PIB global, lo hacen aún más evidente.
Cuando se produjo la invasión de Ucrania, la Asamblea General de Naciones Unidas votó, en marzo de 2022, para condenar la agresión de Rusia. La ilegalidad de la invasión de un país soberano era tan evidente que votaron a favor de la condena 141 miembros, por 35 abstenciones y cinco en contra. Pero entre los abstencionistas estaban los países más poblados, de tal manera que entre los 35 sumaban más de 4.100 millones de habitantes, que unidos a los más de doscientos de los que votaron en contra, superan los 4.300 millones, el 53,75% de la población mundial. La votación se repitió en octubre de 2022 para condenar la anexión rusa de territorios ucranianos, y en febrero de 2023 para reiterar la condena a la agresión, en ambos casos con resultados similares.
Pero cuando se estableció en Ramstein –marzo 2022– el Grupo de Contacto para la defensa de Ucrania, con la finalidad de tomar acciones concretas, los 141 países del sí quedaron reducidos a 43, de los cuales 36 pertenecerían a lo que hemos dado en llamar “Occidente”, incluidos los cuatro de Asia-Pacífico que ya mencionamos. Los otros eran tres de Oriente Medio y cuatro africanos, vinculados todos de una u otra forma a EEUU, pero que realmente no han prestado ningún apoyo a Ucrania. Los que ejercen sanciones efectivas contra Rusia son bastantes menos y no incluyen a ninguno del sur global. En la UE solo Hungría se ha desmarcado del resto en cuanto a la aplicación de sanciones.
En el caso de la guerra de Israel en Gaza, esta división ha sido aún más evidente. Aunque la condena a los atentados de Hamás ha sido muy amplia, la impresión del mundo es que “Occidente” se ha alineado con Israel sin condiciones, a pesar de la brutal carnicería que está llevando a cabo sobre la población civil de la Franja en venganza por los atentados islamistas, mientras que el resto del mundo deplora ampliamente la desproporcionada represalia israelí. La Asamblea General de ONU votó el 27 de octubre una resolución que pide una tregua humanitaria inmediata, duradera y sostenida, que conduzca al cese de las hostilidades. Votaron a favor de la resolución 120 Estados, por 14 en contra y 45 abstenciones.
Entre los que votaron en contra estaban –por supuesto– EEUU e Israel, pero también cuatro países de la UE, además de otros ocho pequeños Estados. Entre los abstencionistas, hubo también quince miembros de la UE, mientras que ocho votaron a favor, entre ellos España. Esta es una de las novedades, la división de la UE ante un asunto tan importante, y no es una buena noticia. La otra es la abstención de India, puesto que se trata de un país extraordinariamente importante, cuya orientación es objeto de deseo por parte de las potencias occidentales, en especial por su importante peso demográfico, que puede inclinar la balanza hacia uno u otro lado.
Lo que es evidente es que el sur global rechaza ser dirigido por una minoría que ni siquiera ostenta ya –gracias a China y en parte a India– el liderazgo tecnológico, y está en franca decadencia demográfica y política. Y es en el sur global –si incluimos a China– donde están los recursos energéticos, los minerales, las tierras raras que hacen falta para el futuro de la tecnología, y donde están los trabajadores que los países occidentales necesitan, porque las diferencias demográficas no harán sino aumentar en las próximas décadas.
Occidente no puede enfrentarse al resto del mundo, ni siquiera aunque consiga atraer a India, lo que es más que dudoso. Antes o después será necesario aceptar un nuevo orden mundial, crear instituciones de gobernanza global justas y realistas que reflejen la relación de fuerzas actual, no la de hace siete u ocho décadas. Pensar en global, como hacen los objetivos del desarrollo sostenible, porque todos vamos en el mismo barco, un planeta en constante deterioro, y de nada vale matarnos entre nosotros, todos nos salvamos o todos nos hundimos.
En particular, la UE tiene que replantearse si es buena idea continuar con un seguidismo incondicional a un país como EEUU, que se tambalea por sus tensiones políticas internas y no es fiable de cara al futuro, o si no sería mejor tomar de una vez las riendas de su propio destino y emprender de verdad el camino hacia la tan mentada y nunca realizada autonomía estratégica, hasta convertirse en ejemplo global de una entidad política plurinacional democrática, solidaria, pacífica y respetuosa de los derechos humanos, que sirva de modelo para otros y cumpla un papel moderador en el enrarecido escenario mundial en el que vivimos.
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