A los que se fueron
Desayunando el otro día en una terraza de Madrid escuché como una chica le decía a otro: “No te vayas, tío. Qué es un trabajo comparado con esto”. El amigo mojaba un par de churros en una taza de café con leche y repetía “ya, ya, si ya lo sé” con gesto de resignación. Por supuesto, ya no pude despegar la oreja de la conversación. Escuchar conversaciones ajenas es más barato que Netflix y no requiere suscripción. El amigo se iba a vivir a Suecia para realizar allí un postdoctorado. Y ese desayuno al sol de febrero era una despedida.
De golpe recordé la sensación que tuve los días previos a irme a vivir a Londres. Mi caso era completamente distinto porque yo sabía que mi billete de ida tenía uno de vuelta esperando pronto, a menos que se torciesen mucho las cosas, a menos que encontrase allí un trabajo que me impidiese volver. No me iba, digamos, para protagonizar ningún capítulo exitoso de ‘Españoles por el mundo’. Pero recordé esa sensación de incertidumbre cuando me despedía de unos y otros los días previos, como si una raíz me agarrase al suelo y me impidiese soltar. Porque el camino de ida era, en realidad, una ruta ciega.
Varios de mis amigos se fueron de España al terminar la carrera hace más de diez años y para ellos nunca ha habido billete de vuelta. Volver sería dar muchos pasos atrás en sus carreras profesionales y en sus condiciones laborales. Hablaba con uno de ellos que vive en EEUU, a donde se fue con una beca de investigación, de cómo es eso de estar dividido entre dos lugares. Me contaba que lo más difícil para él a esas alturas es calibrar qué significa la palabra 'hogar'. Con 'hogar' no sólo se refería a la residencia física, sino en general a todos los elementos cotidianos alrededor de los cuales se puede ser uno mismo: amigos, trabajo, pareja, rutinas. No sólo los lugares, también las personas consiguen poner hogar donde antes no lo había. Lo que pasa con los expatriados es que no sólo cambian de residencia, cambian forzosamente de hogar. Y para crear un nuevo hogar parece imposible no abandonar en cierta forma el antiguo. Como si fuese necesaria una reposición anímica, además de física; como la pieza de un puzzle que es imposible que encaje del todo en dos sitios a la vez. Mi amigo vuelve a España un par de veces al año y en cierta forma se siente ya un intruso en su propio país, hasta un extranjero en su propia lengua.
No hay una cifra exacta de cuántos investigadores han salido de España para vivir con su hogar fragmentado, en eso que se ha llamado rimbombantemente “fuga de talentos”. Pero se cuentan por miles. Por supuesto, no sólo han salido investigadores, se han ido trabajadores de muchos otros sectores. Por ejemplo, médicos. Según datos del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM), sólo en la última década, entre 2011 y 2019, más de 27.000 médicos solicitaron el certificado de idoneidad, uno de los documentos que permite desarrollar la profesión en el extranjero. En definitiva, cada vez son más los españoles que deciden establecer su residencia en otro país, ya superada la barrera de los 2,5 millones de españoles en el extranjero.
La misma tarde de esa conversación que escuché rebañando tomate en una tostada, dos diputados de UPN urdieron una traición que nada tenía que ver con romper la disciplina de voto, un diputado del PP se equivocó al pulsar un botón y los trabajadores asistimos al bochorno político en todo su esplendor. Hubo tanta concentración de bochorno en el Congreso que si hubiesen abierto la puerta habrían calentado todo Madrid e igual hasta le hubiese llegado algo de calor a un español investigando en Suecia.
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