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Aviso a Europa

El ganador de las elecciones presidenciales francesas, Emmanuel Macron.

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El susto ha pasado… de momento. Una vez más, varios millones de franceses se ajustaron la ya legendaria pinza en la nariz y votaron a regañadientes por el candidato del establishment con el fin de evitar un mal mayor: la victoria de la extrema derecha. Como lo hicieron hace 20 años, cuando apoyaron al muy impopular Jacques Chirac en la segunda vuelta contra el fascista Jean-Marie Le Pen. Como lo hicieron hace cinco años al apoyar al elitista Emmanuel Macron contra Marine Le Pen, hija aventajada de Jean-Marie. La pregunta es: ¿hasta cuándo funcionará la famosa pinza?

Macron, de 44 años, ganaba por 16 puntos de ventaja, según datos al cierre de esta columna. Es el primer presidente en revalidar su mandato desde que en 2002 se recortó de siete a cinco años el término presidencial, y se podrá marcar este récord en su biografía. Sin embargo, el margen de su victoria ha sido mucho menor que los 32 puntos con que superó a Le Pen en 2017. Y bastante menos que los 65 puntos con que Chirac venció a Jean-Marie Le Pen en 2002. No hay que llamarse a engaños: la extrema derecha ha avanzado a pasos agigantados en un país hastiado y decepcionado con sus políticos tradicionales, de los que Macron es un detestado exponente. El aumento de la abstención –la más alta en 50 años– en unas elecciones que se presentaban como vitales para la existencia de la República revela el estado de ánimo de una sociedad fracturada. Una abstención que seguramente benefició a Le Pen.

Eran, en efecto, unas elecciones de enorme trascendencia, no solo para Francia, sino para el conjunto de Europa. En el debate televisivo del miércoles pasado, Macron presentó solemnemente los comicios como un referéndum sobre el futuro de la Unión Europa, sobre el eje franco-alemán como motor del proyecto comunitario y sobre los valores del laicismo y la tolerancia heredados de la Ilustración. No exageraba: el programa de Le Pen chocaba frontalmente con la médula de la democracia liberal que ha cimentado la UE desde su fundación: planteaba dar a los franceses prioridad en el acceso a servicios y prestaciones, diluir la Unión Europea en una laxa “alianza de naciones”, quebrar el eje con Alemania, suprimir los tribunales supranacionales europeos, prohibir el uso del velo o cambiar la ley de inmigración mediante referéndum –desconociendo a la Asamblea Nacional– con el argumento de que debe hablar “el pueblo”.

Una victoria de Le Pen habría sido una tragedia, al menos para quienes creen en los valores que han nutrido a la Unión Europea, el proyecto democrático, económico y de cohesión social más exitoso de la historia. Sin embargo, sería un error considerar que el peligro ha sido conjurado. Parafraseando el célebre cuento de Monterroso, tras las elecciones, los problemas todavía están allí. Francia, uno de los países fundadores de la Unión Europea, se encuentra en uno de los momentos más delicados de su historia reciente, atravesado por varias fracturas que no hacen sino agrandarse con el tiempo: entre ricos y pobres, entre habitantes de las grandes ciudades y del campo, entre jóvenes y mayores. Entre muchos franceses existe la percepción creciente de que ya no existe un proyecto nacional colectivo, y ese clima de hastío y frustración desencadenó el pasado 10 de abril, en la primera vuelta de las elecciones, en un cambio radical del mapa político francés.

Los dos partidos tradicionales que habían dominado el escenario de la V República –el socialista y el gaullista– sufrieron una humillante derrota y están hoy al borde de la desaparición. Los tres nuevos actores políticos son Macron, con su movimiento vaporoso de centro-derecha En Marcha; Le Pen, con el ultraderechista Reagrupamiento Nacional; y el izquierdista radical Jean-Luc Mélenchon, al frente de Francia Insumisa. El hecho es que cerca del 60% de los votos en primera vuelta –a Le Pen, Mélenchon y sus respectivos partidos afines– son de rechazo a Bruselas, a la OTAN, a las imprecisas “élites” contra las que suelen agitar los extremistas, y con esa realidad deberá lidiar en los próximos cinco años Macron. No lo tendrá nada fácil. En primer lugar, está por ver qué sucederá con su partido, constituido a su imagen y semejanza y en el que ejerce un liderazgo incontestable, teniendo en cuenta que este será su último mandato. Por otra parte, en junio y julio se celebran elecciones legislativas, y es muy probable que su partido pierda la mayoría absoluta y tenga que enfrentarse a una Asamblea con una oposición crecida e implacable. 

Lo que ha sucedido en Francia debe ser un toque de atención para las democracias europeas. Existen numerosos sondeos que reflejan tozudamente la decepción de los ciudadanos con las instituciones. Años de globalización descontrolada han acentuado hasta extremos insoportables la desigualdad en todo el continente. La reacción excepcional de la UE para contener los efectos de la pandemia no ha bastado para reducir el descontento. Y está ahora por ver los efectos que pueden tener en el grueso de la población las sanciones impuestas a Rusia por la invasión de Ucrania. Es un tema bastante complejo, pues un endurecimiento mayor de las condiciones de vida de los ciudadanos puede tener la consecuencia indeseada de crear la atmósfera para que la extrema derecha agite su discurso populista.

Los dirigentes demócratas europeos deben actuar sin dilación. Abandonando sus cómodos despachos y resolviendo los problemas de los ciudadanos, sin abandonar los valores sobre los que se ha construido Europa. Asumir parte del discurso de la extrema derecha para combatirla en su terreno –como han hecho el conservador primer ministro británico o la socialista primera ministra danesa con sus planes para “transferir” a inmigrantes a África– es, además de una infamia, un drástico error que solo contribuye a escorar hacia la derecha el mapa ideológico.

Lo ocurrido en Francia, donde una vez más se produjo una suma de votantes para evitar el triunfo de la extrema derecha, contrasta con lo que sucede en España, donde el Partido Popular ha abierto por primera vez a Vox las puertas al Gobierno. ¿Con qué cara felicitará Núñez Feijóo a Macron por mantener a raya a los ultras en su país mientras bendice alianzas con ellos en España? Necesitará sin duda de dotes acrobáticas para hacerlo.

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