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Demasiado garrafón en el bar del Congreso

Mariano Rajoy y la clac.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Hemos tenido el primer debate potente del Congreso en esta legislatura, esta que va a ser la más corta de esta democracia, aunque quién sabe si dejará su sello en lo que pasará después o será una fenomenal pérdida de tiempo. Y lo que hemos visto es un inmenso bar en el que los protagonistas han jugado un rol muy definido.

Veamos a Rajoy, que fue el primero en intervenir el miércoles. Entra en el bar. Todos le conocen. La mayoría desconfía de él. Ya no tiene amigos. Nadie le quiere cerca. Pero lleva mucho tiempo en el barrio y es un clásico. Habla raro, pero a su edad es normal que desentone.

El caso es que entra –recordemos, todos saben que es un fracasado– y dice que todo es un asco. Es el bar de siempre, pero ha cambiado la clientela, y a él los nuevos le parecen gentuza. Se queja del sonido de la tele, de la calidad de las bebidas, de lo que dice la gente... En seguida, se nota que para los demás es un auténtico coñazo. Conserva la clac de antes, pero sólo hacen ruido.

Le responde Sánchez, el nuevo chico guapo que ha llegado al barrio con muchas aspiraciones. En menos de un año, ha pasado de ser el joven con ínfulas y poco más al tipo que se quiere comer el mundo. Los clientes se han dado cuenta de que ya no es el de antes. Algunos sospechan que en algún momento llegará su madre –se llama Susana– y lo pondrá en evidencia delante de todos. O algo peor. Sánchez tiene un plan para sus negocios, uno muy complicado que, para los demás, no va a funcionar. Pero, qué demonios, le fue de pena, tuvo unos resultados horribles y aún está vivo. Algunos empiezan a pensar que igual le han subestimado.

De inmediato, aparece Iglesias, un tipo más joven, con mucho genio, que ha llegado donde está desde la nada. Los hay que lo consideran un tipo peligroso. Para otros, es la gran esperanza. Habla por los codos. Puede ser tan interesante como cargante. Es un tipo que se arriesga, eso no lo puede negar nadie. Y a veces le ha ido muy bien.

El último en aparecer es Rivera, el auténtico ídolo de todas las abuelas cuando piensan en un novio formal para la nieta. Parecía que se iba a comer el mundo, pero al final la cosa no es para tanto. No es que le haya ido mal. Es que, bueno, quizá le falte mucho rodaje. Es de los que ante una pelea o discusión fuerte siempre intenta que los tipos que están a punto de abrirse la cabeza terminen haciendo las paces. Su idea es que si algo funciona muy mal, se puede cambiar sin perder los nervios, sin aspavientos, de forma tranquila.

En el debate del miércoles, todos jugaron su papel, y como la ocasión lo merecía todos multiplicaron sus virtudes y sus defectos. Rajoy, sobre todo, los segundos. Nunca antes pareció tan viejo y desconsiderado, como lo son los viejos que no respetan a los que tienen diez años menos que ellos (de ahí para abajo, imagínate). Los de su edad le jalean, pero en el fondo están pensando que con él no van a ninguna parte. Les va a llevar a todos a la ruina.

Sánchez insistió con su plan inviable. Lo vendió como la única alternativa posible. Por definición, eso es imposible en política. Siempre hay más de una opción, incluso si todas son malas. Los demás tenían la tentación de preguntarle: ¿y si esto no funciona, qué? Da la impresión de que no tiene plan B y que por tanto quedará a merced de los acontecimientos. Eso es algo que hay que evitar en política. Cuando te quieres dar cuenta, tienes un puñal clavado en la espalda, te giras y descubre que tienes otros dos más en el pecho. Tenías que haberte fijado más antes de entrar en la habitación.

Iglesias se lanzó como un poseso al centro del debate. No le fue mal, se olvidó de delicadezas y formalidades que otras veces no le han funcionado muy bien. Atacó como un búfalo a la manada de leones que le esperaba, y un búfalo de una tonelada es una amenaza muy seria, aunque seas el maldito rey de la selva. Se fue creciendo, creciendo y creciendo, y acabó lanzando tal cantidad de improperios contra la persona a la que quiere atraerse que casi pareció un episodio de violencia de género. Quien bien quiere te hará llorar NO es un buen consejo para entablar relaciones, ni en la política ni fuera de ella.

Nada que ver con la estrategia de Rivera. También fue fiel a las expectativas. Antes, se había armado tal follón que al aparecer actuó como un Valium doble. Las pulsaciones bajaron a nivel Induráin en reposo. La sangre llegaba a los tobillos en el ruedo, pero él seguía con su discurso de los pactos, la concordia y la paz en el mundo. Sus fans estaban encantados. Y ahora mismo, eso es lo que más le interesa. Ya ha dejado la estrategia errática de la campaña electoral y parece haber entendido que esto es una carrera de larga distancia. Si crees que eres un corredor de 400 metros y te han pasado todos en la primera curva, igual te tienes que plantear distancias mayores.

Si lo que los votantes esperaban era una velada interesante con buena música y copas caras, pronto empezaron a temer que les habían colado garrafón y los grandes éxitos de Melendi. En ese sentido, fue una decepción. La clave no era que la investidura de Sánchez fuera un éxito. No tenía los votos y si no los tienes, todo lo demás son palabras. La clave era entrever que sin bipartidismo ni mayorías absolutas hay alguna posibilidad de que este espectáculo de gritos e improperios produzca ahora o después de las elecciones de junio un Parlamento con algún tipo de mayoría clara y un Gobierno que funcione y que se ponga las pilas para cambiar las cosas YA.

De momento, hay que tener paciencia.

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