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Barbie no es la misma, nosotras y España tampoco

Una mujer luce complementos alusivos a la película Barbie momentos antes de asistir a su proyección, este jueves en Madrid.

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Tuve una Barbie y la llamé 'Mierda'. Yo tenía cinco años y fue mi bisabuela la que me tendió aquella caja rosa de juguete. La acepté, había que ser educada. Pero yo no quería una Barbie. O sí quería una Barbie pero decidí resistirme a mi deseo porque aquella muñeca era lo que el mundo esperaba de mí. Que me gustara el rosa. Que fuera esbelta y bella. Impecable en la ropa y el peinado. Madre, doctora, maestra, turista en una playa pero siempre modosa, discreta, contenida, dulce, amable. Y eso me jodía. Así que acepté esa Barbie, le puse de nombre 'Mierda' y a veces, en el coche con mis padres, abría un poco la ventanilla y la sacaba para ver si un golpe de viento o un coche se la llevaba por delante.

Hace unos días, 33 años después, fui al cine a ver Barbie. En esa sala oscura me reí, me reconcilié con la muñeca y me pregunté cómo era posible que Warner y Mattel hubieran permitido que Greta Gerwig rodara una Barbie ácida, inteligente y feminista. Ahora tengo una teoría: que construir un relato así era probablemente la única manera de que legiones de mujeres y chicas se reconciliaran hoy en día con Barbie.

Porque sí, como dice la película, la muñeca no era un bebé a quien cuidar, era una mujer que hacía cosas y en la que una podía proyectarse. Fue astronauta, pediatra o jueza. Pero Barbie también era ese ideal de belleza imposible, cintura de avispa, pies ridículos, tetas tiesas, piel tersa, una delgadez en la que no cabían pizzas o hamburguesas, pelos, estrías, puntos negros, flacidez. Barbie representaba complacencia y delicadeza, la mujer que siempre tiene que gustar, estar perfecta. Barbie nos dolió. Porque podía haber habido una muñeca astronauta, pediatra o jueza pero podía haber sido distinta.

Ahora la vemos controlar su vida, rebelarse contra la injusticia, tener dudas existenciales, reírse de sí misma, ayudar a las demás. Renegar de Ken como la mirada que la valida y reivindicarse ella como la validadora, de ella misma y de él. Y claro, eso nos gusta porque conecta con un mundo que ha cambiado y en el que hemos identificado las razones de nuestros malestares, pero en el que tampoco queremos participar de la quema de nuestros símbolos femeninos, darles la razón a quienes siempre han criticado y ridiculizado 'las cosas de chicas'. Barbie se mueve en esa lógica y por eso revienta la taquilla, agota los pintauñas color chicle, y las mujeres se lanzan a comprar las camisetas y los vestidos rosas que las marcas de ropa lanzan para la ocasión.

Dos días después del estreno, elecciones generales. Y creo que el miedo que tantas mujeres han compartido en las dos últimas semanas se parece mucho a esa rabia de Barbie en la película cuando (perdón, un poco de spoiler) vuelve a Barbieland y descubre que los Ken han instalado el patriarcado. ¿De verdad vamos a retroceder ahora en derechos? No, de momento. En la película, la sororidad es clave para restablecer la justicia, y en la realidad, la movilización tiene mucho que ver con el mundo al que Barbie ha tenido que adaptarse, un mundo en el que la cosificación, el androcentrismo, el paternalismo, las violencias de distinta intensidad, en fin, el machismo, es mucho menos aceptable que hace diez años.

Hay un nuevo sentido común que ha calado en la sociedad y que está profundamente enraizado con el feminismo y el movimiento LGTBI. Ese sentido común afecta a lo que nos preocupa, a lo que toleramos y lo que no, a lo que estamos dispuestas y dispuestos a aceptar o pelear, a cómo nos imaginamos el mundo en el que queremos vivir. Barbie no puede ser la misma que en los ochenta porque nosotras no somos las mismas. Ken no puede ser el mismo, y en esa búsqueda de una nueva identidad oscila entre el autoritarismo y la reacción, y un camino en el que haya espacio para la duda, la reconstrucción y la alianza con las otras. Nos suena.

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