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Bosque, lengua y árboles

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20 de septiembre de 2023 22:34 h

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Hay quienes, a la manera de los escritores que en el siglo pasado orbitaban alrededor del falangismo, serían hoy perfectamente capaces de establecer el símil, a propósito de la relación entre Cataluña y España, con la relación entre una mujer y su marido, marido posesivo, ibérico, de celos e ímpetu español, desgarrado cuando históricamente ve a su mujer acercarse a la seducción de los franceses, admirador de su belleza, poseedor voluntario, amante que golpea, maltratador confeso y todo el resto de metáforas; irían más allá de las palabras de José Antonio Primo de Rivera, aquel que amaba “a Cataluña por española, y porque [amamos] a Cataluña la [queremos] más española cada vez”.

Se percibe, incluso en debates que, más allá del canelo, podrían ser taimados –como la cuestión del uso de lenguas cooficiales en el Congreso–, un tono exaltado: sobre todo el de aquellos que tachan a cada cual de enemigo de la nación… o insinúan, como lo hace Federico Jiménez Losantos, que abrir la sede de la soberanía nacional al gallego, euskera, catalán, aragonés o asturiano es manifestar un golpe de Estado “infinitamente peor que el de Tejero”.

España no es la Francia que acabó con los patois –y no sólo en el territorio occitano o del Languedoc–; la que prohibió, tras los informes de Barère y de Grégoire, la traducción de textos a idiomas locales, declarando en medio de su Revolución que la lengua del pueblo debía ser uniforme y depurada. Nuestra historia es la historia de particularidades y riquezas. Creo que algo parecido pasa en los últimos tiempos con la definición de familia. Quienes más dicen protegerla –¿de quién y de qué?– son, en realidad, quienes menos hacen por mantener vivo el concepto, al cercarlo y estrecharlo, reducirlo, y someterlo incesantemente a una decadencia sin otra salida que la desaparición.

España no languidece porque se reconozca la pluralidad de sus lenguas, la diversidad cultural de su territorio, la excepcionalidad de las Españas que la integran. El reconocimiento –y, permítaseme: casi la exaltación– es requisito para que algo así como España exista en un futuro. Ser jacobino o girondino es poseer una orientación política. Asumir que no es posible democráticamente barrer con la pluralidad española, hacer desaparecer su persistente contingencia histórica, es simplemente ser realista. España no puede ser centralista a la manera del centralismo francés; si trata de serlo, no habrá España futura, menos aún una España que escoja y desee persistir en su existencia.

Cuando publiqué 'Melancolía' lo hice explicitando los lazos afectivos que me ataban a mi país; no me suponía problema alguno considerarme patriota ni defender, en ese ensayo, que «si España puede ser otra cosa es porque ya lo es». Creo que es el mismo sentimiento de amor que me lleva a enorgullecerme, siendo madrileña, de hablar catalán con destreza. 

Ni el debate sobre las lenguas ni la discusión sobre una ley de amnistía han de tapar la discusión real, tal y como ni los árboles ni la lengua pueden tapar el bosque. Frente a los que dicen que el reconocimiento a la diversidad diluye y socava alguna esencia misteriosa de la nación española, hay que defender que nada puede fortalecer más a un país que lograr que sus instituciones reflejen su realidad presente. La cosa no va ni de pinganillos ni de indultos: lo importante es introducir en la política corrientes de transformación que ya nos atraviesan. Y que esas transformaciones se materialicen será, frente a sus gritos, siempre motivo de celebración necesaria.

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