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El bucle melancólico

Santiago Abascal y Pablo Casado, en el Congreso de los Diputados, en una imagen de archivo.

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No hay quien los entienda, o quizás sí. Se pasan los días lamentando la falta de grandes pactos de estado y responsabilizando de ello a la falta de diálogo del Gobierno de coalición. Y cuando el Gobierno consigue cerrar acuerdos con diferentes fuerzas políticas para aprobar unos presupuestos, que todo el mundo reconoce son vitales, afirman literalmente que eso es a costa de “abonar una peligrosa polarización”. Se acusa al Gobierno de hacer concesiones a costa de taponar lo que consideran es el único vial por el que puede transitar la política, “su” carril central. 

Se valoran positivamente los acuerdos, pero no con quién se alcanzan, como si los acuerdos fueran cosa de una sola parte. Analizado así, a vista de Meteosat, esta posición puede parecer una incongruencia, pero no hay incoherencia alguna, todo es muy coherente.

No quieren reformas, solo aceptan “sus” reformas. No reclaman grandes acuerdos de Estado, exigen “sus” acuerdos de estado. No lamentan la falta de consenso, lloran la imposibilidad de alcanzar “sus” consensos. Piden que se ensanchen los márgenes de la política, pero solo conciben un camino, “su” carril central, muy poco centrado, por cierto. Y así, día y noche, desde hace meses, desde que vieron naufragar “su” sueño húmedo de una gran coalición: “su” gran coalición.

Nada que objetar si no fuera porque, instalados en “su” bucle melancólico, se pasan el día lamentándose por lo que pudo ser y no fue, al tiempo que practican un fariseísmo que alimenta la desconfianza en la política y el deterioro democrático. 

Así, denuncian las brechas sociales que la pandemia ha hecho aún más evidentes y agravado, al mismo tiempo que defienden las políticas que provocan esta gran fractura social.

Reclaman reformas “valientes” que garanticen la sostenibilidad económica de la seguridad social, al mismo tiempo que exigen mantener una legislación laboral que provoca precariedad en el empleo y depreciación salarial, con las consecuencias evidentes de reducción en los ingresos por cotizaciones.

Lamentan que en España suframos elevadas tasas de abandono escolar prematuro, al mismo tiempo que defienden una legislación laboral que incentiva un modelo productivo que pide trabajadores no formados a los que se paga salarios de miseria. Con esa lógica defienden el mantenimiento de las empresas de servicios integrales - son prestamistas encubiertos -, las cadenas de subcontratación para degradar salarios, el dumping social de los convenios de empresa que rebajan las condiciones del convenio de sector o las mal llamadas empresas de plataforma, que externalizan los riesgos y los costes a los falsos autónomos, autoexplotadores de sí mismos. Al tiempo que acusan de radicales extremistas a los que pretenden revertir estas políticas, que propician un aumento de las brechas sociales provocadas por el desigual reparto de rentas entre capital y trabajo

Se rasgan las vestiduras por el aumento brutal de las desigualdades sociales y publican informes sobre algunas de sus causas, entre ellas la pérdida de fuerza igualitaria de un sistema educativo que segrega al alumnado por clases sociales. Lo hacen al mismo tiempo que exigen mantener una doble red de centros educativos - públicos y concertados - que es una de las principales causas, no la única, de segregación y de ruptura de la igualdad real. 

Lloran el deterioro de la democracia e identifican entre sus causas la desaparición de lo que llaman clases medias. Publican informes sobre la caída en picado de las rentas salariales de las clases bajas y las clases medias bajas. Pero no lo relacionan con las políticas que defienden en sus editoriales vaticanistas. 

Exigen políticas de apoyo a familias y empresas castigadas por la crisis del coronavirus sin asumir que ello no es posible con un sistema fiscal anoréxico. Lamentan la incapacidad de nuestro sistema de protección social para redistribuir la riqueza, pero se niegan a abordar reformas fiscales para aumentar los ingresos tributarios del estado, con el argumento de que no es el momento. Para algunas cosas el momentum no llega nunca.

Denuncian la brecha generacional de nuestra sociedad, que está condenando a generaciones enteras de jóvenes a vivir en la precariedad no solo laboral sino vital. Incluso reconocen que una de las grandes causas de esta plaga es la precariedad habitacional, pero se oponen a cualquier propuesta que permita mejorar el acceso de los jóvenes al derecho a la vivienda, y delegan la solución a las fuerzas del mercado inmobiliario.

Su respuesta a esta brecha social por razón de edad es promover una guerra entre generaciones que ocupe el espacio de los conflictos sociales entre clases. Por eso plantean que para ampliar la protección social de los jóvenes hay que reducir la “excesiva” protección de los mayores, por supuesto sin tocar el estatus del capital.

Aunque lo parezca, no estoy denunciando las contradicciones ajenas, bastante tengo con conllevar las mías. Solo advierto de las consecuencias sociales y los riesgos democráticos que comportan estas actitudes a caballo entre el fariseísmo y la melancolía, sobre todo si se defienden desde grandes plataformas de la opinión publicada con la voluntad de moldear la opinión pública. 

Soy un firme defensor de los grandes acuerdos de Estado. Por eso siempre he defendido los Pactos de Toledo y la concertación social en materia de pensiones, fuera cual fuera el partido de gobierno. Por cierto, algún día deberá reconocerse el papel del sindicalismo confederal, que no solo ha asumido las responsabilidades propias, sino que ha tenido que soportar el oportunismo y el tacticismo de los partidos políticos, que critican en la oposición lo que defienden en el Consejo de Ministros o viceversa.

Estoy profundamente convencido de la necesidad de un gran pacto educativo y tengo la convicción de que los contenidos reales - no los imaginados o inventados - de la LOMLOE serían en la mayoría de los países europeos las bases de un gran consenso social y político. 

Se hace difícil alcanzar grandes acuerdos de Estado en materia educativa con quienes defienden el derecho de la Iglesia católica a controlar la educación concertada - se financia con fondos públicos - como si la Ilustración no hubiera llegado aún a España. Con quienes defienden que se dediquen recursos públicos a segregar a los alumnos por sexo. Con los que, en nombre de una manipulada libertad de los padres a elegir la educación de sus hijos, exigen el derecho a segregar a los alumnos en función de su clase social o de su renta, con quienes promueven que la educación sea un buen negocio para fondos de inversión, como ya ha sucedido con las residencias de ancianos.  

También creo que ayudaría tener fuerzas políticas que representaran eso que en otros países se llama el centro liberal. Aunque me parece que es difícil que este papel lo pueda jugar el actual partido de Ciudadanos que, desde sus inicios, ha construido su razón de ser sobre los cimientos de la polarización identitaria, primero en Catalunya- retroalimentándose con el nacionalismo catalán- y luego trasladando esta estrategia a toda España. No comparto las tácticas cortoplacistas destinadas a expulsar a Ciudadanos del espacio de los acuerdos, pero la responsabilidad es también y en primer lugar suya, por entrar en el juego de las incompatibilidades recíprocas y vincular los acuerdos en los PGE a otras materias para reafirmarse identitariamente. 

En lo que discrepo o, mejor dicho, me parece poco útil y cansino es el “bucle melancólico” en el que están instalados algunos destacados creadores de opinión. No es exactamente nostalgia sobre lo que fue en el pasado - nunca fue - y ahora hemos perdido. Es más bien melancolía por lo que pudo ser y nunca llegó a ser.

Tienen derecho a sentirse melancólicos - como todos hacemos alguna vez - pero no es de recibo que inmersos en este bucle melancólico sobre “sus” reformas y “sus” pactos de Estado se dediquen a excomulgar a los que no compartimos su melancolía.

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