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Buena educación

Gracias.
27 de noviembre de 2023 22:33 h

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Hace unos días recibí un email muy amable de una profesora de secundaria en el que me preguntaba si estaría dispuesta a acudir a su Centro a conversar con sus alumnos y alumnas, que estaban leyendo una novela mía. El encuentro se solicitaría al Ministerio, que ofrece un excelente programa para que los jóvenes tengan la oportunidad de conocer a los autores y autoras cuyas obras leen. Yo he participado varias veces en los últimos años y siempre vale la pena, tanto para ellos como para mí, de modo que le contesté que por supuesto podía solicitar mi presencia en su Instituto y si necesitaba más datos podía ponerse en contacto cuando quisiera.

Un par de días después me llega este email. Lo transcribo completo, sin quitar ni añadir una sola coma, porque constituye la base de mi reflexión de hoy:

“Buenos días,

Soy el director del centro y necesito para la solicitud el número de teléfono de la autora, título de la ponencia y fecha.

Un saludo“

Por obvias razones, no daré su nombre ni la ciudad desde la que me escribe.

En la primera lectura ya me pareció chocante el mensaje, pero lo había leído en el móvil, en un tranvía, y, de pronto, no conseguí identificar del todo qué era lo que me había molestado tanto. Cuando volví a leerlo, ya en casa, lo comprendí, claro.

Si esto lo hubiera escrito uno de mis estudiantes de cuando yo aún enseñaba escritura en la universidad, lo habría suspendido por no saber usar un registro adecuado a la situación comunicativa. ¡Este señor es hablante nativo, y director de un centro de enseñanza! Es él quien quiere que yo, una desconocida para él, vaya a su instituto a hablar con sus alumnos. ¿No se le ha pasado por la cabeza que un “por favor” o un “gracias”, por no hablar de una formulación elegante o al menos adecuada, o simplemente correcta, podrían contribuir a que la destinataria –yo– se anime a hacer lo que él le pide? Pues parece que no, que no se le ha ocurrido. Quizá se trate de que sus muchas ocupaciones le hayan impedido perder más tiempo en la redacción de ese email. No sé cuánto tardará el señor director en teclear un “gracias” o un “por favor”. Yo tardo tres segundos, pero, claro, yo soy una profesional de la escritura y tengo muchos años de práctica.

Al releer el mensaje de este caballero, por un instante tuve la tentación de contestar:

“Buenos días,

Yo no soy la directora del centro y no necesito para nada ninguno de esos datos.

Otro saludo“

Luego pensé que quizá fuera más instructivo –por aquello de dar ejemplo– contestarle:

“Estimado señor director del IES XXX

Me alegra mucho recibir su amable correo y le agradezco su interés en mi obra y el que la hayan elegido como lectura para su alumnado.

Los datos que me solicita son los siguientes: XXX

Si necesitara algo más, no dude en ponerse de nuevo en contacto conmigo. Espero que nuestro proyecto llegue a buen puerto y consigamos realizar ese encuentro.

Cordiales saludos desde XXX“

La cosa es que aún no le he contestado y ya no estoy segura de querer hacerlo.

Aún en estas, dándole vueltas al asunto, llego al aeropuerto y me encuentro con este cartel (en inglés y en alemán, porque se trata del aeropuerto de Viena):

“Por favor, trate con respeto a nuestro personal de tierra. No hay excusa para los insultos. Las agresiones verbales o físicas son delito.”

Parece que ahora es necesario no solo rogarles a los pasajeros que no insulten ni amenacen al personal de tierra, sino que hay que recordarles que hacerlo es constitutivo de delito y puede acarrear consecuencias legales.

Está claro que lo que antes llamábamos “buena educación”, “urbanidad” “buenos modos” o simplemente “modales” es cosa del pasado y ha sido olvidada por mucha gente que cree que el hecho de pagar por un servicio da derecho a insultar y ofender a la persona que lo proporciona.

Claro que, si en televisión los tertulianos se quitan la palabra unos a otros, gritan, despotrican e insultan, e incluso en la Cámara de los Diputados los insultos, las burlas más groseras y todo tipo de faltas de educación están a la orden del día, ¿cómo podemos esperar que el director de un instituto escriba de una forma mínimamente respetuosa a una persona que no conoce? ¿De dónde van a sacar modelos de comportamiento los pasajeros que gritan, amenazan y usan toda clase de palabras soeces en cuanto hay algún problema con su vuelo?

La primera vez que estuve en Moscú, cuando aún era la Unión Soviética, me sorprendí por la falta de amabilidad verbal de la población (nada de por favor, ni gracias, ni disculpe al chocar en el Metro), me explicaron que varias generaciones habían sido “educadas” en la idea de que la amabilidad social era un concepto burgués que no tenía cabida en la nueva forma de ver las cosas del partido comunista soviético, donde todos los ciudadanos son iguales, cada uno cumple con su trabajo y no hay por qué dar las gracias por lo que constituye su labor, ni pedir por favor algo a lo que uno tiene derecho. Me sacudió, pero tuve que aceptarlo, evidentemente. Cada sociedad se organiza a su modo.

Parece que ahora, en nuestra sociedad occidental capitalista, neoliberal, hacemos lo mismo pero con otra justificación: si pago, no tengo por qué ser amable con nadie, tengo derecho, y basta.

Muchos de mis amigos y conocidos son profesores de instituto y universidad y se quejan de la grosería y vulgaridad de sus alumnos y alumnas. Se quejan también, con razón, de que en los programas está previsto educarlos en ese tipo de valores, pero que luego la sociedad no les da modelos válidos de ese comportamiento correcto y amable que, oficialmente, se intenta promover, o al menos eso es lo que dicta la norma que luego casi nadie cumple. Un pequeño ejemplo, el hijo de una conocida mía tuvo problemas en su instituto porque un profesor le exigió que se quitara la gorra en clase (cosa que me parece muy bien) y el alumno le contestó (supongo que más bien de malos modos, a sus 16 años, lo que no me parece nada bien) que él estaba dispuesto a quitarse la gorra si el profesor volvía a ponerse los zapatos. Era mayo, el profesor había entrado en clase con chanclas de plástico y se las había quitado al empezar la clase, por el calor.

Sé que todo esto puede parecer poco importante comparado con los graves problemas a los que se enfrenta en estos momentos nuestra sociedad, pero a mí me parece fundamental, porque es un síntoma de la deriva de nuestra sociedad y es un paso en dirección al desastre social. Igual que en una relación de pareja cuando se pierde el respeto mutuo está todo perdido, en un país, cuando se pierde el respeto, la corrección formal, las capacidades verbales para adecuar tu discurso a cada situación y a cada interlocutor el diálogo empieza a hacerse imposible, el odio y el rencor aumentan, la cerrazón crece. Y en una sociedad donde muchos de los que tienen que interactuar necesariamente, como son los representantes de los distintos partidos políticos, se han vuelto cerriles, vulgares, faltos de respeto y prontos al insulto y a la burla no se puede llegar a nada bueno.

Los pensamientos se expresan en palabras, pero las palabras crean los pensamientos, y de ambos surgen los actos. Si hablamos respetuosa, ponderadamente, dando más peso a los argumentos que a las emociones explosivas, nuestro pensamiento también se tranquiliza y nuestros actos se vuelven más reflexivos, más sosegados, justo lo que tanto necesitamos ahora en este mundo de locos de la velocidad que hemos creado.

Ser amable verbalmente lleva también a una conducta más amable, a unas relaciones –con conocidos y con desconocidos– mucho más pacíficas y satisfactorias. Como ya escribí hace años en una novela pensada para jóvenes pero que pueden leer con gran provecho también los adultos –'El almacén de las palabras terribles'–, nuestras palabras pueden ser cuchillos y hacer mucho daño a quienes las reciben, pero también pueden ser flores, y hacer felices a quienes nos rodean. ¿Tan difícil es intentar, al menos intentar, usar nuestras palabras como flores?

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