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Cantando el 'Cara al Sol' en el insti

Imagen de archivo de varios alumnos en clase. EFE/ Ismael Herrero

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Me cuenta mi amigo Pablo, profesor de Lengua y Literatura en un instituto del sur, que un día llegó a clase y se encontró con que un grupo de alumnos había puesto una bandera de España en el corcho. Les pidió que la quitaran, que aquel espacio era para avisos escolares, y al día siguiente se la clavaron en la pared. De nuevo hizo que la retirasen, y al tercer día se presentó un grupo numeroso en clase con camisetas y banderas de España. No hay de qué preocuparse, es solo una anécdota, los muchachos sentían los colores de la selección, son muy españoles y mucho españoles, la bandera es de todos… Pero Pablo ya está acostumbrado a que, cuando habla en clase de Lorca, Machado o Miguel Hernández, una parte le cuestione, y no precisamente por motivos literarios.

Otra profesora amiga me cuenta que en su centro un grupo de estudiantes obligó a un chico de otra nacionalidad a cantar el “Cara al sol”, mientras por supuesto lo grababan con el móvil. Es otra anécdota, una bromita, los adolescentes son así; pero el equipo docente, que tiene poco sentido del humor y llevaba ya tiempo viendo cómo la convivencia se deterioraba con comentarios racistas, machistas y homófobos, dedicó varias semanas a abordar lo sucedido, reunirse con alumnos y familias, y tomar medidas para que no se repita algo así. Y aún más importante: para que entendiesen por qué no debía repetirse algo así.

Podría seguir varios párrafos contando otras “anécdotas” que me han contado en los últimos años profesores, padres amigos o mis propias hijas. Comentarios de texto que se convierten en alegatos antifeministas (todo muy bien argumentado, con perfecta comprensión lectora), chavales que propagan en clase ideas negacionistas, críos que ya en primero de Secundaria (doce añitos) cuestionan la “ideología de género” o se declaran homófobos, y sí, chulería franquista encubierta de patriotismo, incluido el “Cara al sol”, de pronto revivido en 2023 en pasillos de instituto tras casi medio siglo de democracia. En fin, que si das clases o tienes hijos en edad escolar, no te sorprenderá mucho lo que contaban ayer Laura Galaup y Paula del Toro en este preocupante reportaje sobre la penetración del discurso ultra en los institutos.

Es una minoría, cierto, pues la mayoría de chavales no solo no están en esa frecuencia, sino todo lo contrario, cada vez más sensibilizados y concienciados, y todos conocemos muchos más ejemplos en ese sentido. Pero es una minoría ruidosa, que presume de transgresora y con fuerte capacidad de atracción (ahora que por lo visto ser facha es el nuevo punk), que solo puede ir a más y a peor. Mientras las y los profesores se esfuerzan por razonar, explicar, desmentir bulos y educar en derechos humanos, el argumentario ultra circula por autopistas de seis carriles en redes sociales, vídeos de YouTubers y, por supuesto, en los medios de comunicación de toda la vida, y en la calle, en el bar, e imagino que en no pocas casas a la hora de la cena. Frente a eso, las y los profesores sufren la frustración de educarlos en un pensamiento crítico y una libertad de expresión que los ultras usan a su favor.

¿Qué hacemos? ¿Esperamos a que se les pase, confiar en que sea un sarampión juvenil, su forma de ser rebeldes y ya madurarán y se volverán demócratas por generación espontánea? ¿Colocamos otra carga sobre el profesorado y que sean quienes lo resuelvan, por si no tienen bastante con impartir sus enseñanzas faltos de recursos y en permanente desborde y agotamiento tras la pandemia y en plena crisis de salud mental?

No sé, igual esto no es cosa del sistema educativo, ni siquiera de las familias. A lo mejor tenemos un problema de fondo, no precisamente pequeño ni fácil, y los chavales son una vez más el canario en la mina. Quizás necesitan algo más que Interrail.

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