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La cápsula de odio

Cayetana Álvarez de Toledo con Casado  y García Egea, tras su intervención en el Congreso. EP.Pool

Rosa María Artal

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Hoy era, es, el día de hablar del ingreso mínimo vital que ha aprobado el Gobierno. De forma que España deja de ser el único país de la eurozona sin un sistema de rentas mínimas estatal para combatir los altos índices de pobreza que la pandemia ha agravado. Los sectores más vulnerables de la sociedad nunca superaron la crisis de 2008 que acrecentó las desigualdades.

Pero como cada día hay que lidiar con quienes están dispuestos a todo con tal de impedir la labor del Gobierno y sus políticas sociales. Crisis económica, enfermedad, muerte, en el ancho mundo afectado por el virus, y en España se agrandan los problemas con un germen maligno que pone en peligro la democracia. Su abordaje es, pues, de la máxima prioridad.

Lamentablemente, España ha tragado ya la cápsula del odio. Como todas las cápsulas, entra disimulando su real y ácido sabor para, disuelta la cobertura en el estómago, expandirse paulatinamente por el cuerpo entero. Cápsula envenenada que incluye añejos rencores podridos en su contumacia, la malignidad de siempre y eficaces tácticas de expansión en sus más modernos excipientes. Envenenada de fascismo, el actual usa todos los métodos disponibles para su labor.

La derecha política -toda ultraderecha- vierte su odio en el Congreso sin el menor miramiento o escrúpulo. Las interpretaciones mediáticas -afines al objetivo- contribuyen a su difusión. Es una bronca permanente, que se analiza con la más torticera equidistancia. Hoy es el día de celebrar el ingreso mínimo vital, pero los políticos son horribles, todos iguales, o mejor dicho, unos más horribles que otros, viene a ser el mensaje.

Las más sucias maniobras son convenientemente lavadas. La autoría de la trampa se diluye y carga su culpa contra las víctimas. Se manipula el dolor. Se procura acentuar la ansiedad y la incertidumbre. Y todo eso entra en el cuerpo social y cristaliza en el mamporreo de las cacerolas, estridente soniquete que termina de tensar los nervios y hacernos estallar.

No es nuevo. El fascismo se vale de esos procedimientos para sembrar el caos. El paso siguiente, dicen los expertos, es la confrontación social, la violencia. La llamada al cirujano de hierro en el caso de la triste y más turbia España, o de un vuelco político con lejana apariencia de legalidad.

La cápsula del odio entró como un divertimento de escándalo por los medios ávidos de audiencia a cualquier costo. Y fue creciendo hasta sentar a muchos más que 52 diputados en el Congreso. Las sesiones de control al Gobierno o para extender el estado de alarma en aras de preservar la salud de los ciudadanos, se han convertido en un auténtico aquelarre que esta semana consagró como suprema bruja oficiante a Cayetana Álvarez de Toledo, con el beneplácito de la cúpula del Partido Popular, como muestran las fotos. Y el regodeo de quienes más allá mueven hilos. Los que temen perder las aceitunas del aperitivo en el yate o en los chalets, si miles de familias logran un ingreso mínimo para vivir.

Los periodistas que, por acción u omisión, lavaron a la ultraderecha han llegado en algunos casos, muchos, a considerar que sus partidos forman parte del marco democrático en sí, y no como excepción. Sus asombros, cuando se comportan como ese germen de discordia que forma parte de su ADN, prueban como mínimo el despiste que anida en profesionales obligados a informar, y más en este momento crítico. Al final acaban en el mismo punto que los colaboracionistas decididos. Igual alguno reflexiona sobre su papel.

Llega a producir una indignación insuperable ver cómo pretenden equiparar las “broncas”, dicen, entre Álvarez de Toledo y Pablo Iglesias, o entre éste y el ultraderechista Espinosa de los Monteros. El padre del vicepresidente Iglesias no es un terrorista, fue un luchador por la democracia en la dictadura franquista que se limitó a distribuir propaganda, y la ultraderecha española sí querría dar un golpe, lo dice y escribe a menudo. Hay una radical diferencia entre la verdad y la mentira. Resulta irritante contemplar cómo, en crítica siempre sesgada, se exige cortesía política cuando nos enfrentamos a ataques muy serios a la estabilidad. Ellos no están tomando el té. Basta ver cómo trató el asunto Cayetana, el Telediario de TVE -y ver que los mandos de informativos siguen en sus puestos-, para estremecerse. Y no digamos de portadas de otros medios que parecen invitar a saltar echando chispas con un bidón de gasolina en la mano.

Solo con unir la línea de puntos que va desde el chapucero informe de la Guardia Civil sobre el 8M, su trámite judicial vinculado a la pandemia, la destitución del coronel Pérez de los Cobos y la explosión de rabia del PP y sus voceros mediáticos se llega a conclusiones que precisan muy clara explicación. ¿Se desmanteló algo? ¿Por completo? Lo analizaba este excelente artículo de Carlos Elordi, Un ambiente pre golpista, del que se pueden extraer ideas sólidas, ésta a modo de ejemplo: “La rapidez con se fabrican las patrañas con las que se pretende justificar cualquier ataque al Gobierno sugieren que existe un operativo muy bien articulado para vender a la opinión pública los movimientos destinados a desequilibrar la situación”.

No habrá tiempo en la historia para borrar la vileza de lo que este grupo de desaprensivos de élite está haciendo contra la sociedad española, en un momento de extrema vulnerabilidad. Lo peor es que el odio ya ha penetrado. Se ve en los ojos que aporrean las cazuelas, y en las manos que mueven los hilos de la irracionalidad. La rabia y el dolor que produce la impotencia de ver cómo se forja la tormenta tampoco está exento de visceralidad. En el mejor de los casos, habrá que pagar la factura psicológica de lo que el coronavirus y la gentuza que de él se vale para dañar al cuerpo social. Y es una cuenta que no se costea con dinero.

El odio tiene antídotos. El más eficaz como arranque, derrotarlo con la justicia; el amparo de un Estado de Derecho que ha de aislar y encausar a quienes atentan contra la estabilidad. No hay mejor amor -de antónimo- que luchar realmente por quien más lo necesita, ni otro tratamiento contra la perversidad que un contundente rechazo por todos los medios disponibles. El odio está y se expande, pero aún no nos ha colonizado.

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