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Catalunya: 155 razones para armar

El juez archiva la denuncia a 14 identificados por quitar lazos amarillos

Garbiñe Biurrun Mancisidor

Se viven semanas –y meses y años– cruciales para el futuro político de Catalunya y de su ciudadanía. Y para el futuro de personas que, desde el trabajo político, han tratado de llevar a efecto sus ideas.

En pocos días conoceremos la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés y no me aventuraré a hacer juicios previos al respecto en este momento. Pero sí puedo valorar hechos que ya han ocurrido en un contexto muy concreto.

El Tribunal Constitucional (TC), en dos sentencias del 2 de julio de este año, ha desestimado, en lo esencial, los recursos de inconstitucionalidad interpuestos por una representación del grupo parlamentario Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea y por el Parlamento de Catalunya contra el acuerdo del Pleno del Senado del 27 de octubre de 2017, mediante el que se aprobaron diversas medidas requeridas por el Gobierno de Rajoy al amparo del artículo 155 de la Constitución. Resuelve así el TC, por unanimidad, que aquellas medidas –entre las que se encontraban, no se olvide, las de cese del Govern de Puigdemont y disolución del Parlament– se ajustaban a las previsiones constitucionales.

Conocemos ya, por tanto, una medida del alcance aplicativo de dicho precepto constitucional. Esto va a permitir que, al menos con este mismo alcance, de concurrir determinadas circunstancias se puedan adoptar medidas similares en el futuro.

¿Y qué podría ocurrir de nuevo para que el Senado, con el apoyo de los partidos autodenominados “constitucionalistas” –entre los que se halló cómodamente en 2017 el ya entonces PSOE de Sánchez– pudiera volver a hacerlo? Lo desconozco, pero intuyo que algo se está cociendo y que ello tiene que ver con un contexto de “violencia” en el que se estaría intentando situar la imagen de Catalunya.

Como he dicho, no sé cuál será el pronunciamiento sobre el procés, pero va a ser muy relevante para conocer su idea sobre el alcance de la “violencia” que, según han pretendido algunas acusaciones, se produjo en torno al 1 de octubre de 2017. Si el tribunal decidiera que aquel contexto no fue violento en el sentido exigido por el Código Penal para caracterizar el delito de rebelión, nos encontraríamos con que el escenario que desde muchos terrenos se esfuerzan en caracterizar como tal no se habría producido, al menos no en aquel momento. Lo que, a su vez, reforzaría la tan reiteradamente expresada vocación de los grupos sociales y políticos autodeterminacionistas y/o independentistas de una lucha pacífica y democrática.

No sé si todo el mundo –en España, se entiende– está preparado para asumir que no ha habido “violencia” en el procés. Ni siquiera sé si se está dispuesto a aceptarlo sin intentar retorcer esta realidad.

Es cierto que todo este proceso judicial y las decisiones hasta ahora tomadas –en particular las referidas a la prisión provisional de buena parte de las personas acusadas– han generado un contexto político excepcional. Contexto en el que se estaría generando nuevamente una idea de “violencia” que, además de situar a Catalunya en una imagen complicada ante, por ejemplo, Europa, está colocando también al Govern y a su president Torra en una posición comprometida ante los reiterados requerimientos para su condena, hasta el punto de que hoy mismo se debate en el Parlament una moción de censura, aunque con pocos visos de éxito.

Solo así me cabe entender otras reacciones a la reciente investigación judicial en la Audiencia Nacional en la que siete personas están en prisión provisional por varios delitos vinculados al terrorismo. Entre esas reacciones destaco las filtraciones producidas en el marco de un sumario secreto, lo que, seguramente, ha distorsionado de manera importante el conocimiento público de los hechos imputados, hechos que aún no conocerían ni siquiera las personas encarceladas. Será relevante conocer el origen de tales filtraciones, si ello se logra, en la investigación que el juzgado ha abierto al efecto.

En todo caso, lo cierto es que se sigue intentando asentar la idea de un independentismo violento, lo que este rechaza por activa y por pasiva, pero que estaría generando el temor a que se adopten nuevamente medidas en aplicación del artículo 155 de la Constitución.

Desde luego, es clara la vinculación que se hace entre “violencia” e independentismo, Govern y Parlament. No es una novedad, en modo alguno. No se olviden los largos años en los que hemos escuchado diariamente vincular el terrorismo de ETA con fuerzas políticas nacionalistas y con el propio Gobierno vasco, con diversos matices, pues iban desde las más burdas teorías hasta la de que no se defendían adecuadamente las libertades o los derechos de las víctimas o no se respondía a los hechos violentos con la suficiente contundencia.

Recuérdese que incluso se expresó, tras las elecciones autonómicas, en el Pacto de 2009 entre el PSE y el PP que permitió a López acceder a la Lehendakaritza y que fijaba las “Bases para el cambio democrático” –como si hasta entonces no hubiéramos tenido democracia en absoluto–.  Pues bien, en aquel Pacto se manifestaba que “El deseo de inaugurar un tiempo de cambio que ha expresado la ciudadanía vasca se convierte en una oportunidad irrenunciable para defender las libertades”, como si tampoco las hubiera defendido hasta entonces el Gobierno vasco.

Lo cierto es que yo tendría 155 –y otras 7.600.110– razones, una por cada ciudadana y ciudadano de Catalunya, para redirigir la respuesta política española a las demandas de libre decisión sobre el futuro de esa nación. Razones, que no pasiones nubladas por el cortoplacismo y el miedo a plantear soluciones democráticas. Para armar, para armar un diálogo efectivo, sin más límite que la voluntad libremente expresada de la ciudadanía catalana. Para, finalmente, desarmar una construcción interesada de una violencia que, afortunadamente, no se ha producido y que no debería producirse nunca.

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