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¿Ciencia o creencia?

Foto: Universidad de Alcalá

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La ciencia forma parte indisoluble de la modernidad. Pero, va creciendo su significación cuando los retos a los que nos enfrentamos van recortando las posibilidades de seguir haciendo lo que hacíamos, y ahí, en la búsqueda de nuevos caminos, la ciencia tiene un papel clave. A medida que crece su significación en nuestras vidas aumenta también la polémica sobre su papel en las decisiones que nos afectan a todos. 

Se ha escrito mucho sobre el tema a raíz de la pandemia de Covid-19 y con relación a ese gran experimento en vivo y en directo al que hemos asistido y en el que aún estamos inmersos. Por un lado, la pandemia nos ha permitido constatar de primera mano la importancia de la ciencia a la hora de encontrar soluciones a problemas sociales importantes, en este caso un conjunto de vacunas que están demostrado su eficacia. La actual crisis sanitaria es uno más de los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad en este siglo, retos en los que la ciencia tiene mucho que decir. Pero, como hemos podido comprobar, cuando desde el ámbito científico se apunta de manera altamente mayoritaria y con resultados constatables, la conveniencia de vacunarse y de mantener ciertos parámetros de seguridad, no son pocos los ciudadanos que se niegan a seguir esas recomendaciones, alegando incerteza, invasión de su libertad individual o esgrimiendo los efectos negativos que todo ello tiene en sus vidas e intereses.

En la medida en que ciertas recomendaciones científicas vienen avaladas por una gran cantidad de investigadores solventes, la tendencia es a considerar que esas recomendaciones son ciertas, son verdaderas, cuando de hecho solo expresan un consenso muy alto de una comunidad muy especial, como es la comunidad científica. Una comunidad que, cada vez que afirma algo, advierte que lo hace a partir de las evidencias actualmente existentes. Y eso no siempre se comprende bien desde una ciudadanía que vive con incertezas crecientes y que busca seguridad y protección. Busca respuestas y no hipótesis contrastadas. Podríamos decir que avanza más deprisa la ciencia que la capacidad de comprender dónde están sus límites éticos, sociales, metodológicos. Necesitamos más y mejor ciencia, pero al mismo tiempo, necesitamos más espacios de diálogo, de debate, de conocimiento cruzado entre ciencia y ciudadanía. Espacios que permitan si no superar, sí generar conversaciones compartidas entre personas y colectivos con niveles formativos muy distintos.

Para salir del tema recurrente de la pandemia, veamos por ejemplo que sucede con el debate sobre las consecuencias del modelo, aún hegemónico, de desarrollo incrementalista y depredador de los recursos naturales. Es evidente que, si se quiere que los cambios a hacer impliquen al conjunto de la ciudadanía, el debate no puede quedar circunscrito de ninguna manera en espacios en los que solo estén presentes especialistas, expertos y activistas. Más allá de las evidencias, se necesitan argumentos y estrategias de persuasión que impulsen los cambios imprescindible en las formas de vivir y consumir.

El “negacionismo” es la expresión sintética de la falta de socialización de buena parte de las certezas que la gran mayoría de los científicos tienen sobre algunos de los grandes interrogantes planteados. Las carencias existentes en la relación ciencia-ciudadanía, han permitido que aparezcan todo tipo de oportunistas y demagogos que generan falsas noticias, niegan evidencias firmemente contrastadas o movilizan personas a favor de alternativas sin recorrido posible. Como es lógico, esas posiciones no son solo expresión de falta de información, sino que muestran también que hay intereses organizados que pretenden que se siga creyendo en las posibilidades de mantener las tradicionales pautas de crecimiento que nos han conducido donde estamos.

Las certezas científicas, aunque tengan el aval de los más reputados y sólidos centros de investigación, no tienen por qué tener efectos inmediatos en la forma de hacer y de vivir de los ciudadanos de todo el mundo. Es en este contexto que es muy importante que se avance en temas como la “ciencia abierta” o la llamada “ciencia ciudadana”. Será muy difícil conseguir una mayor presencia de los debates y avances científicos en la esfera pública si no se logra superar el hecho de que todos los incentivos de los científicos estén situados en publicar sus trabajos en revistas académicas con acceso cerrado y en manos de intereses mercantiles, a pesar de que casi siempre los recursos que han permitido llegar a las conclusiones que se publican hayan sido proporcionados por las instituciones públicas. Y, de la misma manera, sería importante promover y financiar experiencias de “ciencia ciudadana” que por ahora son minoritarias. Experiencias que incentiven incorporar a la ciudadanía en los propios procesos de investigación. La ciencia iría adquiriendo así una dimensión de bien común absolutamente necesaria hoy día.

La ciencia no es una creencia. Pero, necesitamos creer más en lo que la ciencia, bien fundamentada y avalada, nos indica. Sabiendo, al mismo tiempo, que la ciencia no da respuestas unívocas. Sino que trabaja con hipótesis, busca evidencias, las contrasta, enuncia sus conclusiones, abiertas a que posteriormente se refuten o modifiquen con nuevas o mejores evidencias. Decía Robert Merton que, para que la ciencia sea ciencia, además de que sea universal, no responda a intereses particulares y surja de un esfuerzo colectivo, ha de incorporar una buena dosis de escepticismo. La comunidad científica es una muestra de ese escepticismo organizado, que cuestiona resultados y métodos de manera abierta y constante. 

Deberíamos poder establecer mejores espacios de diálogo entre la autoridad que emana de esa comunidad especial que es la comunidad científica y el conjunto de la ciudadanía, facilitando así que sus avances sean compartidos de manera colectiva. Hay aún mucho que hacer en ese camino imprescindible y urgente de una ciencia socialmente comprometida y abierta a la ciudadanía. 

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