Colombia: se soltaron los demonios
Los demonios ya estaban ahí. Desde hace mucho tiempo. Metidos a presión en la caja, esperando la primera oportunidad para escapar. Habían asomado la pata en noviembre de 2019, con un paro nacional multitudinario cuyo precedente más notable se remontaba cuatro décadas atrás. Y con los disturbios de septiembre de 2020, a raíz del homicidio de un abogado a manos de la policía, que dejaron 13 jóvenes muertos por disparos de las fuerzas de seguridad. Pero aquellas tempestades habían amainado. O al menos eso creían algunos. A diferencia de la mitología griega, en la que una mujer, Pandora, libera los males del mundo al abrir por curiosidad una enigmática caja que Zeus le había hecho llegar como envenenado regalo de bodas, en Colombia fue un hombre, el presidente Iván Duque, quien desató los horrores al anunciar una durísima reforma tributaria en el momento más inoportuno posible: en medio de una pandemia terrible, y deficientemente gestionada por el Gobierno, que ha agravado la ya de por sí difícil situación económica de millones de colombianos.
Es muy probable que el proyecto se hubiese hundido en el trámite parlamentario, ya que concitaba el rechazo no solo de la oposición, sino de los partidos afines a Duque -incluido el suyo, el Centro Democrático-, que se desmarcaron públicamente de la iniciativa cuando advirtieron que el descontento social entraba en ebullición. Pero las tres mayores centrales sindicales, la poderosa federación de educadores y sendas asociaciones de camioneros y trabajadores agropecuarios decidieron no esperar un proceso legislativo en el que cabían sorpresas indeseadas y convocaron el paro nacional para el 28 de abril, al que se sumaron de inmediato el movimiento estudiantil y las comunidades indígenas. Dos días después de iniciada la protesta, y haciendo oídos sordos al clamor general, el Gobierno radicó el proyecto tributario en el Congreso, lo que enardeció aún más los ánimos. Entre otras cosas, porque, además de que se mantenían intactas algunas exenciones generosas a las grandes fortunas introducidas en la reforma de 2019, trascendió que el Gobierno se disponía a comprar 24 aviones de combate por U$4.000 millones (3.280 millones de euros), casi la mitad de la suma que se aspiraba a recaudar con el nuevo marco impositivo. Y con las consabidas coimas que semejante operación reportaría a políticos venales.
En uno de los países con mayor desigualdad del mundo, donde el 42,5% de la población vive en la pobreza y el 15,1% en la pobreza extrema (casi cuatro millones de colombianos se sumaron a esas categorías el año pasado por efecto de la pandemia), y donde la mayoría de los trabajadores informales –nada menos que el 49,2% de los empleos- se dedica al ‘rebusque’ de subsistencia, resultaba una afrenta pedir a la frágil clase media un nuevo esfuerzo fiscal, por muy necesario que fuera para afrontar la peor recesión del último siglo, mientras los banqueros y otros grandes empresarios aumentaban casi obscenamente sus ingresos. Y mientras la corrupción seguía creciendo como una hiedra en la más insultante impunidad. El 4 de mayo, con la protesta ya en marcha, la Procuraduría –órgano de control de los funcionarios del Estado- provocó la indignación general al archivar una investigación por sobrecostos en la refinería Reficar, que la Contraloría –órgano de control de las cuentas públicas- había calificado como “el mayor daño al patrimonio público del Estado colombiano en su historia”. La Procuraduría concluyó que los acusados habían actuado “de buena fe”. A los reproches del principal gremio de comerciantes de que cada día de paro cuesta al país 19.000 millones de pesos (4,16 millones de euros), los manifestantes han respondido con datos de la Contraloría que muestran que la corrupción cuesta 136.000 millones, es decir, siete veces más.
En este ambiente combustible y altamente polarizado, lo que comenzó como una convocatoria de paro por cinco organizaciones sindicales y gremiales ha derivado en una protesta de unas características desconocidas en Colombia, que ha dejado hasta el momento 45 muertos, según Human Rights Watch, 963 detenidos y 548 desaparecidos. Y que sigue su curso pese a que Duque retiró el 2 de mayo el proyecto de la polémica y a que dimitió el artífice de la iniciativa, el muy impopular ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. En realidad, la reforma tributaria, más que un motivo de la protesta, que lo fue, actuó como la gota que colmó la paciencia de muchos colombianos hastiados de tanta zozobra, de tanta precariedad económica, de tanta incertidumbre ante el futuro. Hastiados también de la clase política que maneja las riendas del país; muy en particular del Centro Democrático, cuyo líder natural, el expresidente Álvaro Uribe, quizá el personaje más venerado y odiado de Colombia, ha condicionado de un modo u otro la vida de los colombianos en los últimos 20 años. Y encolerizados con un Gobierno que ha dedicado más esfuerzos a torpedear los acuerdos de paz que a frenar el asesinato sistemático de líderes sociales y defensores de derechos humanos.
El presidente Duque ha expresado repetidas veces su respeto a la protesta “pacífica”, pero al mismo tiempo, con el apoyo de algunos de los medios de comunicación más influyentes, ha conseguido que los actos de “vandalismo”, más que las marchas organizadas, copen los titulares informativos. Lo que se persigue en últimas es instalar en la opinión pública la idea de que, detrás de las protestas, hay intereses oscuros que buscan la desestabilización del país para instaurar un régimen dictatorial de izquierdas. Desde el Centro Democrático incluyen en la supuesta conspiración al presidente venezolano, Nicolás Maduro, a Cuba, a las disidencias de las desmovilizadas Farc, al grupo guerrillero Eln y, en primerísimo lugar, al odiado y temido Gustavo Petro, líder izquierdista que fue derrotado por Duque en la segunda vuelta de las elecciones de 2018 y que hoy encabeza sobradamente todas las encuestas de voto para los comicios presidenciales del año próximo. Petro es la gran bestia negra de la derecha colombiana, que lo señala –hasta ahora sin más pruebas que sus entusiastas tuits de apoyo a los manifestantes– de ser el cerebro gris tras la protesta. O tras el vandalismo. O tras ambas cosas a la vez, que ya resulta difícil distinguir si hablan de lo uno o de lo otro. El domingo pasado, la ministra de Exteriores, Claudia Blum, dimitió tras revelarse que estaba difundiendo en círculos de la derecha política y empresarial un vídeo en que se acusaba al senador y exalcalde de Bogotá de promover el terrorismo.
Es cierto que durante los 13 días de paro se han producido incidentes violentos. Un policía ha sido asesinado. Quince estuvieron a punto de morir calcinados al ser incendiado su puesto de vigilancia por un grupo de encapuchados. En paralelo a las manifestaciones pacíficas, ha habido estallidos de ira y resentimiento, incluyendo esporádicos saqueos. Sin embargo, los participantes en la protesta, así como las principales organizaciones de derechos humanos, se resisten a establecer equidistancias o crear confusión en la atribución de responsabilidades. El incendio actual, alegan, ha sido provocado por la imprudencia de Duque y, sobre todo, por la brutalidad con que la Policía ha actuado contra la población. Las imágenes de agentes, acompañados en ocasiones de civiles armados, disparando a mansalva contra jóvenes inermes han causado estupor en el mundo, que no entiende que una de las democracias supuestamente modélicas de América Latina evoque las feroces dictaduras de los años 70 del siglo pasado en el cono sur del continente. También han circulado vídeos de encapuchados, amparados por policías, rompiendo vitrinas de establecimientos comerciales con el evidente fin de achacarlos a actos “vandálicos” y minar la legitimidad de la protesta. Las propias cifras oficiales de víctimas y desaparecidos confirman la desproporción de la respuesta de las fuerzas de seguridad.
Presionado en parte por la comunidad internacional, el presidente Duque ha comenzado a reconocer que se han podido producir “excesos” y que estos serán investigados. Sin embargo, algunas organizaciones de derechos humanos consideran que los actos de barbarie policial no son hechos aislados, sino parte de una estrategia coordinada para aplastar la protesta misma y, de paso, sentar las bases para que en un futuro se restrinja, o se suprima, el derecho de manifestación. Un enigmático tuit publicado el 3 de mayo por el expresidente Uribe hizo saltar las alarmas al respecto. En él, llamaba a “resistir [la] Revolución Molecular Disipada”. El mensaje fue recibido al comienzo con burlas en las redes, pero pronto trascendió que la tal Revolución Molecular Disipada es una doctrina concebida por un neonazi chileno, Alexis López, que estigmatiza las nuevas protestas sociales de América Latina como un plan sofisticado de la izquierda para hacerse con el poder. Y, por tanto, como un enemigo al que hay que extirpar de raíz. También se conoció que López había impartido dos conferencias en la Universidad Militar colombiana, así como en otras academias militares del subcontinente. A estas perturbadoras informaciones se sumó la revelación de una conversación por Whatsapp entre el ministro de Defensa, Diego Molano, y el comandante del Ejército, general Eduardo Zapateiro, hackeada por Anonymous, en la que el militar dice: “Ministro no se preocupe. Con la simbronada [golpe] que le vamos a pegar hoy no van a marchar más. Eso lo resolvemos hoy. Ya coordinamos con el mayor Aragón todo”. A lo que su interlocutor responde: “Eso esperamos el presidente y yo. Necesitamos mostrar resultados. El país no se nos puede salir de las manos”. Según se desprende del chat, que no ha sido desmentido, el objetivo era reventar la protesta.
Los acontecimientos se están desarrollando a una velocidad de vértigo y resulta arriesgado aventurar cómo terminará este dramático torbellino que sacude a Colombia. En este momento, el principal foco de atención es Cali, adonde numerosos indígenas han acudido en una marcha (conocida como minga) de apoyo a la protesta. El lunes, civiles armados de un barrio de ingresos altos hirieron a tiros a ocho indígenas que cerraban el paso en una vía, en unos hechos que trajeron a la memoria los tenebrosos tiempos del paramilitarismo. “Enfrentamiento entre ciudadanos e indígenas”, rezaba el rótulo de un noticiero de televisión, en patético reflejo de la escasa consideración en que aún se tiene en Colombia a sus poblaciones ancestrales. El presidente Duque ha desplegado en las últimas horas 10.000 policías y 2.000 soldados en la ciudad y ha pedido a los indígenas retornar a su resguardo. O a su “habitat natural”, como trinó una insigne congresista de Centro Democrático. Si hace solo un par de días el debate se centraba en el “vandalismo”, ahora gira en torno al bloqueo de carreteras y los problemas de desabastecimiento que está provocando. El conflicto se desarrolla también en las redes sociales, donde circulan infinidad de vídeos y grabaciones que pretenden demostrar la violencia de una y otra parte. En la guerra virtual han irrumpido incluso los k-popers latinoamericanos, jóvenes fans del fenómeno pop coreano, que entran en masa en los hashtags de apoyo a Duque y a la Policía para sabotearlos.
Aunque en sus alocuciones televisivas el presidente se muestra firme y sereno, algunos analistas sostienen que está más debilitado que nunca. Hay voces que le piden la renuncia. Existe también el temor de que, presionado por el ala dura de su partido, declare el estado de conmoción interior, un instrumento excepcional que le conferiría poderes extraordinarios y restringiría drásticamente algunos derechos fundamentales, entre ellos el de manifestación. No faltan quienes sostienen con sorna que Duque ha conseguido en 10 días lo que la izquierda no ha logrado en 20 años: hundir el uribismo. En un intento por devolver a la caja los demonios que él mismo soltó, el presidente ha convocado un diálogo nacional con el ampuloso nombre de 'Agenda sobre lo fundamental', que inauguró el sábado con un encuentro con políticos afines, lo que generó una comprensible desconfianza sobre su disposición de abrirse a la sociedad. El lunes recibió al comité de paro. Este salió decepcionado del encuentro y comunicó a la opinión pública su voluntad de mantener la protesta hasta lograr, entre otros objetivos, la retirada del proyecto de reforma del servicio de salud -casi tan polémico como el de la fallida reforma tributaria– y la renuncia del Gobierno a utilizar la aspersión de glifosato para erradicar plantaciones de coca.
La pregunta del millón es qué hará el Gobierno para incrementar los ingresos y hacer frente a una situación financiera dramática, que ha hundido los bonos del Estado al nivel de “basura” entre los inversionistas internacionales. Reducir la corrupción a sus “justas proporciones” –como planteaba en los años 70 un presidente de infausto recuerdo– o combatir la formidable evasión fiscal resolvería con creces el problema; pero, incluso si hubiera una voluntad sincera de hacerlo, eso tomaría su tiempo. Y el dinero se necesita con urgencia. El nuevo ministro de Hacienda, José Manuel Restrepo, ha avisado de que una reforma tributaria es inevitable, aunque cifró sus objetivos de recaudación en 14 billones de pesos, casi 10 billones menos de lo que pretendía su infortunado antecesor, lo que sugiere un proyecto menos traumático para las clases medias. No ha dado detalles sobre cómo cuadraría en esas circunstancias las endiabladas cuentas públicas, aunque, en un guiño a los manifestantes, avanzó que sus planes no incluyen la adquisición de los aviones de guerra: “Les digo abiertamente a los colombianos: para esos aviones no hay plata”. Habrá que ver si logra la cuadratura del círculo: conseguir dinero sin provocar una nueva protesta. Si es que para entonces ha terminado esta.
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