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Conciliar, aparcar, cambiar

Fotografía de archivo de varios alumnos el primer día del nuevo curso escolar en Catalunya. EFE/Enric Fontcuberta

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Proponía este martes el líder del PSOE en la Comunidad de Madrid, Juan Lobato, que los colegios abran 12 horas al día -de siete de la mañana a siete de la tarde- y todos los meses excepto agosto. A partir de ahí, ríos de tuits. Los primeros que leí coincidían con la sensación inicial que me vino al leer la propuesta: disgusto, indignación. ¿Es que conciliar es 'aparcar' a niños y niñas?, ¿conciliamos para trabajar más o para vivir más aparte del trabajo? A no mucho tardar llegaron los matices. Hubo solo que salir de esas primeras sensaciones y pensar en el día a día. Porque, ¿qué haces si entras a trabajar a las siete de la mañana o cómo te organizas cuando tienes que quedarte en el trabajo hasta las ocho?, ¿dónde se quedan los niños y niñas, a cargo de quién y haciendo qué?

Hoy en día la conciliación depende fundamentalmente de dos cosas: una, de si dispones o no de una red familiar o amistosa próxima; dos, del dinero que puedas pagar. Todo lo demás sigue siendo castillos en el aire, soluciones parciales, parches, promesas interminables de pactos para racionalizar horarios o para coordinar sistema escolar y laboral que nunca llegan a materializarse.

La propuesta de Lobato no deja de ser otra solución parcial. Si cuando la escuchamos nos escama, es porque lo primero que nos viene a la cabeza es que lo que nos ofrecen es lo mismo de siempre: trabajar más, vivir menos, cuidar como sinónimo de aparcar o externalizar. Pensamos en 12 horas de colegio como sinónimo de 12 horas de trabajo y de 12 horas de presencia en el cole para niñas y niños. Pensamos, porque así es como se siente una buena parte de la sociedad, que es solo una estrategia más para exprimir la productividad de quienes trabajan. Aquí tienes un sitio donde dejar a tus hijos, ahora ya puedes currar más. El planteamiento nos encaja con el concepto perverso de conciliación que se ha ido extendiendo y que básicamente consiste en trabajar sacando huecos para lo que sea imprescindible atender y, cuanto menos, mejor.

La medida, sin embargo, puede tener sentido. Lo tiene, sobre todo, como pieza dentro de un engranaje más amplio y más ambicioso. Porque si conciliar es hoy en día una cuestión de recursos personales -familiares y económicos-, todo lo que signifique ofrecer recursos públicos limará las diferencias que ya, de hecho, existen entre hogares y niños. Si entras a trabajar a las ocho y tienes dinero, contratarás a alguien para que dé el desayuno a tu hijo y lo lleve al cole. Si entras a trabajar a las ocho y no tienes ni dinero ni una abuela a mano, le echarás imaginación y mucho sufrimiento. Lo mismo si tu turno termina a las siete o a las ocho o es partido o incluye fines de semana. Si tienes dinero, ofrecerás a tu hijo clases de teatro o de robótica, talleres, idiomas, apoyo para hacer la tarea. Si no, esperarás a lo que tu centro ofrezca en las extraescolares y a ver si existe alguna ayuda.

Cuando hablamos de poner el cuidado en el centro o de la necesidad de garantizar el derecho al cuidado hablamos por supuesto de cambiar la relación de fuerzas entre lo productivo y lo reproductivo, entre el empleo y el resto de la vida. Pero también hablamos de crear un sistema de servicios públicos suficiente, universal, de calidad y gratuito. Un niño puede pasar tres horas en una escuela y estar aparcado o pasar ocho y recibir ahí educación, diversión, atención y hasta un menú saludable. No se trata de que los coles estén abiertos 12 horas para que niñas y niños estén 12 horas allí, sino para que exista un buen servicio que atienda a la infancia y pueda dar respuesta a las necesidades de las familias.

Esas necesidades serán en muchos casos excesivas y producto de un sistema que exprime; otras, de horarios que no se alargan pero que no coinciden totalmente con la parte central de la jornada, en ocasiones, responderán a imprevistos. Que exista el servicio no debería ser la excusa para cronificar la situación que vivimos ni para seguir practicando una conciliación en la que vemos más a nuestros jefes que a nuestros hijos o a las personas que decidamos. Podemos tener coles abiertos 12 horas, pero necesitamos también reducir las jornadas laborales sin reducir los sueldos, días de licencia retribuida para atender enfermedades o citas médicas, horarios racionales, y una cultura del trabajo donde calentar la silla y hacer muchas horas no sea sinónimo de buen trabajador ni de buen salario.

Ni todos los horarios son iguales, ni todas las familias lo son, ni todo el mundo tiene abuelos cerca o dinero para contratar a alguien o para pagar buenas extraescolares. Ser consciente de esos sesgos implica plantear políticas que atiendan las situaciones que ya de hecho existen y que limen las desigualdades que se generan entre familias y menores. Eso, sin abandonar la transformación de fondo y sin que pretendan tenernos atadas al puesto de trabajo porque total ya hay un lugar donde dejar a los niños.

Por otro lado, ¿qué sentido tiene que todas las medidas de conciliación que se proponen pongan como límite para beneficiarse de ellas los doce años del hijo o hija? Nos escandalizamos de los menores enroscados en las pantallas y de los que con trece años se quedan a cargo de sus hermanos mientras asumimos que ni las personas que cuidan adolescentes ni los propios adolescentes necesitan tiempo, actividades y recursos propios.

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