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Confianza

Imagen de archivo de una persona ejerciendo su derecho al voto.

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La confianza es la base de las relaciones sociales, de todas ellas, desde las que se dan entre dos personas hasta las que unen a grandes colectivos como los países. No hay nada en este mundo que pueda funcionar sin confianza.

Cualquier persona que haya tenido padres erráticos y de proceder arbitrario lo sabe. Si tu padre o tu madre te prometen algo y no lo cumplen, si te castigan por el mismo comportamiento que ayer te premiaron o que les fue indiferente, si te hacen creer cosas que luego se revelan falsas... llega un punto antes o después (normalmente antes) en que dejas de creer en ellos y poco a poco el cariño se va erosionando en la misma medida que la falta de confianza.

Si tu pareja te promete fidelidad y luego no desaprovecha ninguna ocasión para acostarse con otras u otros, y además se ríe de ti por lo sensible que te has vuelto; si tu hijo te jura que volverá a la hora que le has dicho y acabas teniendo que salir de madrugada a buscarlo por los bares; si tu mejor amiga o amigo te ha asegurado que te apoyará cuando lo necesites y luego desaparece cuando le pides ayuda... todo eso destruye la confianza y, por tanto, las relaciones. Nadie vuelve a comprarle algo a quien lo engañó, nadie vuelve a hacer un trabajo para una empresa que no le ha pagado. Esa es la forma normal de reaccionar de los seres humanos civilizados.

Imaginen un país donde los trenes pasan cada vez a una hora sin previo aviso, donde los horarios de las oficinas públicas varían sin que nadie sepa por qué, donde las leyes son distintas cada día y lo que hoy es legal mañana no lo será o ayer no lo era. Imaginen una empresa donde el empleado firma un contrato en el que constan su salario, sus derechos y obligaciones, y en cuanto empieza a trabajar resulta que ya no son así las cosas, que el papel firmado no compromete a sus jefes.

Hay una frase vergonzosa, demoledora, que pronunció Charles Pasqua, ministro del Interior francés de dos gobiernos, en los años ochenta y noventa- y que para mí es el colmo de la desfachatez y la desvergüenza: “Una promesa solo compromete a quien cree en ella”. Es decir, que si dos personas se ponen de acuerdo, pactan, y prometen un comportamiento futuro, el único que queda comprometido es el que ha sido tan imbécil como para fiarse del otro, del que no piensa ni ha pensado nunca cumplir lo prometido.

Nuestro país, señoras y señores, se está yendo al garete. Precisamente porque se ha instaurado este comportamiento que mina la confianza básica sobre la que se construye el contrato social. Ya nadie se fía de nadie. Y con razón. Porque una gran parte de los políticos y políticas actuales consideran que mentir, engañar, estafar, calumniar, insultar, etc. no son ningún problema. Son simplemente los instrumentos necesarios para alcanzar el poder. Son perfectamente conscientes de que están mintiendo cuando dan datos (falsos), cuando prometen lo que no pueden cumplir, ni cumplirían aunque pudieran. El problema es que les da igual y que piensan que a la población tampoco les importa que los engañen. Tienen un horizonte muy limitado -el de la próxima legislatura-, igual que los grandes empresarios suelen pensar en términos de rendimiento por trimestre, y no les preocupa demasiado qué pase después. Ahora que los mentirosos piensan que con ese sistema pueden conseguirlo, les da igual destruir la confianza de la población en su gobierno.

No es la primera vez que nuestro país copia comportamientos y formulaciones procedentes de Estados Unidos, pero sí es la primera que el comportamiento copiado es tan despreciable que va a acabar con la confianza básica interpersonal. Hace unos años un troglodita como Donald Trump habría sido absolutamente impresentable en una reunión de personas, no ya de alto nivel, sino simplemente civilizadas. Habría sido el hazmerreír de los salones por su comportamiento grosero y vulgar, por su chulería, sus mentiras, su machismo cutre, su falta de control sobre sí mismo. Pues ahora resulta que los asesores políticos de muchos partidos derechistas europeos han pensado que si en Estados Unidos le ha salido bien la jugada para alcanzar el poder, ¿por qué no repetirlo aquí? ¿Qué más le da a la gente si un candidato miente o insulta? Eso da espectáculo, piensan. La mentira, que mientras tanto se llama “posverdad” o “hechos alternativos” (como si los hechos objetivos pudieran ser otros solo porque a uno le conviene) se ha instalado en nuestra sociedad y los que la usan creen que no va a tener consecuencias.

Grave error. La mentira elimina la base de la confianza interpersonal y destruye la sociedad. De pequeños nos contaban el cuento del pastoricillo mentiroso y el lobo. Tantas veces mintió el pastor, diciendo que venía el lobo, tantas veces las buenas gentes del pueblo dejaron sus trabajos para ir a defenderlo, -en vano, porque era mentira-, que, al final, el día en que el lobo lo atacó realmente, nadie acudió a sus gritos porque ya no se fiaban de él.

Hace un tiempo vi un documental en el que los delfines castigaban con golpes de aleta a otros delfines que habían mentido, dando falsas alarmas, y, con ello, habían puesto en peligro a la comunidad. Hasta en el mundo animal la mentira se castiga porque de la interpretación veraz de la situación depende la supervivencia del grupo.

Es absurdo negar la evidencia del cambio climático para no angustiar a la población. Es como no informar a un paciente de que padece una enfermedad grave para no preocuparlo, para que siga creyendo que está sano. Pues, por increíble que parezca, eso es exactamente lo que algunos políticos están haciendo. Tratarnos como si fuéramos bebés tapándonos metafóricamente los ojos para que, al no ver el peligro, no pensemos que hay que hacer algo para conjurarlo. No. Nada de alarmar a la gente. Mejor seguimos como si nada. Cada uno roba lo que puede durante su legislatura y después, ya si eso... Si el peligro es tan grande, ya se ocuparán otros de luchar contra él, de inventar algo para protegernos. ¿Recuerdan la famosa frase de Unamuno: “¡que inventen ellos!”? Pues algo así, pero con peores intenciones.

Con sus mentiras y negaciones de los hechos científicamente probados están destruyendo el tejido social. Nadie puede fiarse de una persona que niega incluso lo que él mismo dijo hace poco, que aún está en nuestra memoria y que incluso está grabado para que todos podamos verlo. No es de fiar alguien que reprocha a otros lo mismo que él está haciendo. ¿De verdad hemos llegado al punto en que la mentira es igual de válida que la verdad? Creo que ya ni siquiera es cuestión de validez, sino de circo, de espectáculo, de que mucha gente se toma la política como un partido de fútbol, o de tenis, donde cada espectador es partidario de uno y se alegra cuando ese gana un punto o mete un gol, sin pensar que de esos mentirosos que nos faltan al respeto con sus embustes va a depender nuestro futuro, nuestro bienestar, nuestros derechos.

No podemos permitirnos normalizar la mentira porque la mentira no puede ser base de una convivencia. Tenemos que denunciarla, siempre; no aceptar que nos engañen, apartar y despreciar a quienes la usan como herramienta para trepar, no reírles las gracias ni restarle importancia a esas “inexactitudes”, porque esto no es una cena de amigos en un bar, sino un país que hay que gestionar responsablemente de modo que a toda la población le vaya lo mejor posible.

Si no podemos fiarnos de quienes nos gobiernan, las cosas irán de mal en peor. Es de imbéciles entregar el poder a quienes sabemos que nos engañan, que nos roban, que nos mienten. Si los hechos y los datos nos muestran que vamos mal, lo que hay que hacer es mejorar la realidad, no mentir sobre ella para que parezca mejor de lo que es. Tenemos que seguir luchando por ser una sociedad adulta, civilizada, respetuosa, veraz, una sociedad donde podamos fiarnos de las promesas, de los contratos, de los apretones de mano y la palabra dada que, en otros tiempos, era suficiente garantía.

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