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El cubo de hielo (o la peripecia de un periodista inglés para escribir sobre Catalunya)

Cargas en calle Sardenya con Diputació a la salida del colegio Ramon Llull (Robert Bonet)

Giles Tremlett

Al lado de mi escritorio hay un cubo imaginario lleno de hielo, en el que de vez en cuando meto la cabeza. Está allí por si tengo que escribir sobre Catalunya, cosa que se me pide día tras día, ya que los contrincantes parecen esforzarse por perpetrar sus barbaridades y esperpentos a diario. ¿Soy el único que siente fatiga y desolación?

A diario, también, llegan los insultos y los trolls de un lado y de otro. Si molestas a los independentistas, eres rehén de “la prensa de Madrid” y sientes un odio profundo hacia los catalanes. Y si enfadas a los españolistas, eres un tonto cuya visión de España está manchada por la leyenda negra o anclada en el franquismo. Guardo el siguiente mensaje de Twitter –el cual me llegó en plena vorágine del 1-O– porque es tan genérico que sigo sin saber de qué lado viene: “Vergonzosa vuestra línea editorial. Al final han conseguido lo que querían. La violencia que les acompañará siempre (sic)” (Se refiere a The Guardian, diario en el que ejercí durante muchos años de corresponsal y en el que ahora escribo análisis y reportajes largos como Contributing Editor).

No es nada nuevo que te insulten en Twitter y en las redes sociales. También hay gente cortés que intenta convencerte de buena manera u otros que te pillan en errores de verdad, con lo cual solo queda corregir y agradecer. La gran sorpresa es que los insultos ya no llegan solo de España, o de españoles. El tremendo éxito del independentismo ha sido conseguir que el tema catalán entre en la conversación política internacional (lo cual no tiene nada que ver con el tan prometido y ausente “apoyo” de la UE a su causa). El mérito verdadero es de Rajoy, porque sin los palos y porrazos del 1-O, este tema no habría merecido mas que unos cuantos párrafos en la sección de internacional.

La gente está igual de exaltada tanto fuera de España como dentro. Algunos me preguntan –¿con ironía?– si es hora de organizar unas Brigadas Internacionales para Catalunya. Otros responden al artículo 155 con un “game on!”, o tienen una estelada con cruz gamada Nazi en su cuenta. Lo único cierto es que todo esto hunde aquel invento patoso y de consumo interno, la mal llamada Marca España. Algunos independentistas se alegrarán de ello, creyendo que han demostrado que son un pueblo tan reprimido como Palestina. No saben que también corren el riesgo de quedar en el imaginario europeo tan antipáticos como algunos nacionalistas flamencos. Han despertado una potente maquinaria anti-independentista en Europa que, a partir de ahora, trabajará a destajo en su contra.

En la esfera intelectual, el rifirafe empieza a tener tintes patrióticos, o de defensa de la nación a los ataques que vienen de fuera. En El País, Antonio Muñoz Molina acusa a Jon Lee Anderson–el laureado periodista de The New Yorker y buen conocedor de España– de mentir “a conciencia, sin ningún escrúpulo, sabiendo que miente, con perfecta deliberación”, por añadir el adjetivo “paramilitar” a la Guardia Civil. (Me temo que a Muñoz Molina sus amigos anglosajones le aconsejaron mal en este asunto, ya que sí se permite el uso de la palabra en inglés como sinónimo de cuerpo militarizado –y así lo hacía, hasta hace poco, la edición de El País en inglés). En The New Yorker, Anderson lamenta la incapacidad de los políticos españoles de escuchar puntos de vista contrarios o de llegar a acuerdos. En Público, el mismo periodista habla de la “inseguridad de los españoles sobre lo que son y sobre su propia unidad” y añade que, a Muñoz Molina, “le diría lo mismo que él escribe sobre mi persona: es obvio que él miente y que lo hace deliberadamente”. En La Vanguardia, John Carlin constata “lo primitiva que sigue siendo la joven democracia española” y ve “algo oscuro en el alma política de este país”. En El País, José Ignacio Torreblanca responde con un neologismo -“anglocondescendencia”- al hombre al que quitaron su columna en el mismo periódico despues de escribir en The Times que el Rey cavaba “trincheras” en Catalunya.

Dado que nacimos en el etnocentrismo, de lo cual nos vamos despojando (o no) con el tiempo, todos estamos condicionados por prejuicios culturales cuando hablamos de otros países -seamos paletos de pueblo, o literatos célebres-. En España perviven muchos tópicos nada halagadores sobre los británicos (fríos y flemáticos) y los estadounidenses (idiotas). Sobre africanos o musulmanes, a menudo reina la ignorancia mas absoluta. No voy a negar que en el mundo anglosajón existe cierto romanticismo orientalista por la España de Hemingway (toros y machismo) o, y no solo en la izquierda, por aquella gloriosa causa que fue la defensa de la República española en la que muchos anglosajones y otros extranjeros murieron como voluntarios. A lo mejor servidor tiene alguna responsabilidad en esto. Hace una década escribí un libro, España Ante Sus Fantasmas, traducido a varios idiomas y que se estudia en algunas universidades del mundo anglosajón. En él cuento la sorpresa que me supuso descubrir que en España no se habían rescatado todavía los cuerpos de la represión durante la Guerra Civil de las fosas comunes -e intento viajar por el difícil y espinoso camino de la memoria histórica-. En el libro hablo de muchísimas cosas más, desde Camarón de la Isla y Pedro Almodovar hasta la movida madrileña, los clubes de carretera, las fiestas populares o el consumo de cocaina. Todos son, de algún modo, tópicos españoles. Sin embargo, todos dicen algo sobre España, y los abordo desde una perspectiva abiertamente anglosajona. Es la visión de un outsider.

La visión del otro nos sirve. Muchas veces el (o, todavia mas, la) outsider es capaz de asombrarse ante algo que nos parece totalmente normal o de ver las cosas que, por nuestros propios prejuicios, nos resistimos a ver. Por eso, en el cuento del conde Lucanor sobre el rey y los pícaros es “un negro” el único capaz de decirle al monarca “que yo soy ciego o vos vais desnudo”. El periodista Enric González escribió un libro encantador sobre su estancia en Inglaterra como corresponsal de El País, Historias de Londres. En Inglesi, Beppe Severgnini trazó un retrato muy certero -y, a la vez, muy italiano- de la Inglaterra de Margaret Thatcher, y Joris Luyendijk nos acaba de destripar, en la revista Prospect, una visión holandesa de mi país en tiempos del Brexit intitulado “Cómo llegué a odiar al Reino Unido” -lo cual, como pueden imaginar, es muchísimo mas duro que cualquier cosa escrita sobre España en el último mes y medio (menos, claro, lo escrito por los propios españoles). En las palabras de unos y otros se pueden detectar filias y fobias propias de sus culturas y países -y es importante tener esto en cuenta cuando los leemos-. Pero para entender mejor cualquier tema, siempre es bueno mirarlo desde perspectivas multiples, sean condesciendientes o no.

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