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Se dañó el ascensor

Un nuevo Observatorio analizará la empleabilidad de los universitarios

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Pese al fuerte rebrote de los contagios por el coronavirus, pese al estremecimiento que produce la elevada cifra de víctimas, pese a los interrogantes sobre la eficacia a largo plazo de las vacunas, pese al sentimiento de vulnerabilidad biológica que ha arraigado en el mundo por la furia de la pandemia, en el último barómetro del CIS, al ser preguntados por los tres principales problemas existentes en la actualidad en España, los encuestados citaron mayoritariamente la economía.

Podrá argumentarse, no sin razón, que esa reacción obedece a los estragos que la pandemia está ocasionando en las finanzas de numerosos hogares españoles. Pero es una explicación insuficiente: hace un año, cuando aún no había noticias del coronavirus, el porcentaje que mencionaba la economía entre los tres problemas del país era incluso mayor, entre otras cosas porque la angustia económica se alzaba con nitidez por encima del resto de las preocupaciones. Ahora esa angustia se comparte con la sanitaria.

Más temprano que tarde, la pandemia será derrotada. Y el mundo, España incluida, tendrá que ocuparse de la economía. Pero esta vez en serio. Porque ya no valdrán apaños coyunturales para “volver a los niveles de producción anteriores a la crisis”, como suelen cacarear los gobernantes en cada colapso económico. Cada vez son más las señales que presagian el inminente fin de una época. El discurso con que se ha sostenido en las últimas décadas el modelo económico –bondades de la meritocracia, posibilidad de escalar socialmente mediante el esfuerzo personal, beneficios de la globalización, etc.- está haciendo aguas por todas partes: las desigualdades no hacen más que acentuarse; las probabilidades de ascenso social se han estrechado; la globalización, por positiva que sea en muchos aspectos, está dejando demasiadas víctimas en el camino.

Dos libros recientes, escritos desde distintas perspectivas ideológicas, nos plantean la encrucijada en que nos encontramos. Uno es La tiranía del mérito (ed. Debate), del filósofo político Michael J. Sandel, que desmonta sin contemplaciones uno de los relatos más atractivos y poderosos de los defensores del actual sistema económico: el de la meritocracia. “Cuando la gente se queja de la meritocracia, suele hacerlo no porque esté en contra del ideal, sino porque entiende que no se está llevando a la práctica. Pero, ¿y si el problema fuera más profundo? ¿Y si el verdadero problema de la meritocracia no es que no la hayamos conseguido todavía, sino que el ideal en sí es defectuoso? ¿Y si la retórica del ascenso ha dejado ya de inspirarnos, no solo porque la movilidad social se ha estancado sino, y de manera fundamental, porque ayudar a que las personas puedan escalar los dificultosos peldaños que llevan al éxito es un proyecto político vacío que evidencia una concepción empobrecida de la ciudadanía y la libertad?”, pregunta Sandel.

Aunque el profesor de Harvard se refiere fundamentalmente a la situación de Estados Unidos, sus reflexiones son extensibles al resto del mundo. Las críticas más aceradas las dirige a los progresistas que han abandonado las políticas de comunidad y de dignificación del trabajo y se han sumado al discurso del ascenso social. Especialmente duro se muestra con los expresidentes Clinton y Obama por haber contribuido a la entronización del “credencialismo”, como denomina al culto por las titulaciones en universidades de élite, que hoy representa uno de los grandes instrumentos de discriminación social. Según Sandel, aquel pareado de Clinton “what you earn depends on what you learn” (“lo que ganas depende de lo que estudias”) ayudó a apuntalar un sistema que, basado en el principio engañoso de la igualdad de oportunidades, otorga privilegios desmedidos a los que logran llegar a la cima y provoca un sentimiento de frustración y humillación a millones de personas que son menospreciados por el sistema como losers (perdedores).

El profesor ilustra con algunos datos interesantes los efectos de la cultura meritocrática: a finales de la década de los 70, los graduados universitarios ganaban alrededor de un 40% más que los graduados de secundaria; en la primera década del siglo XXI cobraban un 80% más. En el mismo periodo, lo directores generales de las grandes empresas ganaban 30 veces más que el trabajador medio; en 2014, sus ingresos eran ya 300 veces superiores. “Hay que reconsiderar el modo en que concebimos el éxito y hay que cuestionar la idea meritocrática de que quienes están arriba en la sociedad han llegado allí por sí mismos. Significa también cuestionar desigualdades de riqueza y de estima social que hoy son defendidas en nombre del mérito”, anota Sandel.

El otro libro es The Coming of Neo-Feudalism: A Warning to the Global Middle Class (La llegada del neo-feudalismo: una advertencia para la clase media global), cuyo autor, el experto en estudios urbanos Joel Kotkin, desarrolla con más detalle su ya conocida teoría de que las sociedades se están compartimentando en clases cada vez más estancas, entre las cuales ha dejado de funcionar el ascensor social.

Según Kotkin, los tres viejos 'estados' feudales –la aristocracia, el clero y los comunes- han sido reemplazados por la oligarquía (representada fundamentalmente por los grandes grupos tecnológicos y el sector financiero), la 'cleresía' (una élite intelectual que se reparte entre el gobierno, los medios, las universidades, la cultura y las profesiones liberales) y un tercer estado, que el autor divide en dos grupos: el de los pequeños empresarios contra los que gigantes como Amazon no pueden competir (por ejemplo, el peluquero o el panadero de barrio) y el de los empleados de base, muchos de los cuales han pasado de ser proletariado a precariado por la fragilidad material en que viven.

El autor sostiene que, del mismo modo que en la antigüedad el clero servía de apoyo ideológico a la aristocracia, la élite intelectual arropa hoy a la oligarquía, e identifica a ambas con el progresismo. La principal víctima de ese nuevo orden neo-feudal es, a su juicio, la clase media. El discurso de Kotkin, que ha recibido críticas por especulativo y efectista, exhala un tufo libertario y cae como anillo al dedo a las tesis de los populistas de derechas. Sin embargo, no deja de ser interesante como materia de debate, en un momento en que en amplias capas de la sociedad crece el descontento ante un engranaje en el que unos pocos acumulan cada vez más riqueza mientras la mayoría malvive en la incertidumbre y la inestabilidad.

Desde ópticas bien distintas, Sandel y Kotkin coinciden en que el actual modelo está exhausto. Que el cuento del 'ascensor social' ha perdido su poder de seducción. También coinciden, con distintas intenciones y argumentos, en achacar al progresismo una alta carga de responsabilidad en la situación. “Para cuando Trump resultó elegido”, señala Sandel, “el Partido Demócrata ya se había convertido en una formación del 'liberalismo' tecnocrático, más afín a la clase de los titulados con educación superior que al electorado obrero y de clase media que, en su día, había constituido su base. Lo mismo ocurría en Gran Bretaña con el Partido Laborista en el momento del referéndum del Brexit y también con los partidos socialdemócratas europeos”.

El hecho es que nos hallamos en un momento decisivo al cual no es ajeno España, donde las encuestas vienen avisando con tozudez de que la economía es el gran problema del país. La pregunta es si aún se está a tiempo de rectificar y si los dirigentes tendrán el coraje para hacerlo. Seguir poniendo paños tibios a un cuerpo inobjetablemente enfermo solo juega a favor de los populistas. Si no, pregúntenle a Vox.

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