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Decisiones a solas en los pasillos de un hospital

Un paciente es atendido a distancia por su médico.

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Hay decisiones que nunca se deberían tomar a solas, o al menos, sin la posibilidad de que alguien te mire a los ojos y te diga que todo irá bien, aunque ambos sepáis que todo va a ir rematadamente mal. La semana pasada una usuaria contaba en Twitter cómo su cuñada se había enterado en la primera ecografía que le hacían de que su embrión no tenía latido. Estaba sola por protocolo. Así que ella debía decidir sola qué método prefería para expulsar el embrión. Debía pasar todos esos minutos de angustia sola en una sala de espera. El tuit se llenó de respuestas de mujeres describiendo situaciones similares: consultas ginecológicas, procedimientos obstétricos sin acompañante. La soledad en una consulta es mucho más que eso.

Crear protocolos deshumanizantes siempre ha sido, paradójicamente, una de las tareas preferidas de los seres humanos, a mayores en tiempos de pandemia. Son los mismos protocolos que estipulan que en algunas residencias de ancianos la única medida para hacer frente a la falta de personal sea el aislamiento y la suspensión de visitas a los mayores cuando hay una sospecha de positivo. O protocolos que, por ejemplo, siguen impidiendo que en algunos colegios los dos padres acudan a una tutoría de su hijo, aún con las ventanas bien abiertas, aunque minutos después se vayan juntos en el mismo coche. 

Este verano falleció mi abuela y en nuestra sala del tanatorio solo estaba permitido que estuviesen seis personas de manera simultánea. Una medida comprensible si no fuera porque unos metros más allá de aquella estancia pulcra, impersonal y con olor a desinfectante industrial estaba abierta la cafetería del tanatorio que no tenía restricción alguna. El truco para velar a los muertos bien acompañado estaba en pedirse unas cañas. 

Ahí siguen, por protocolo, los asientos precintados en aeropuertos y estaciones de tren o autobuses, vestigios de un tiempo remoto, graffitis descoloridos de Wuhan, como la Torre de la Libertad caída en El Planeta de los Simios. Dos metros de distancia para esperar el Alsa y solo un reposabrazos de distancia para sentir con fulgor el tacto de la piel ajena dentro del autobús. Resulta fácil imaginarse que si ahora mismo nos invadiesen los alienígenas les obligaríamos a rellenar unos cuantos formularios de acceso sentados a metro y medio de distancia, con sillas de cuero precintadas, en la sala de espera del despacho del líder que fuese a iniciar las negociaciones. “A ver, ya pueden acceder al despacho, pero solo dos invasores. Lo sentimos, el resto de aliens tendrán que quedarse fuera. A los que pasen les tengo que tomar también la temperatura antes de entrar. Es protocolo covid”.

La propia palabra es como una daga administrativa que se clava en las entrañas: protocolo. Estamos en un tiempo que excede las voluntades individuales y, por supuesto, hacen falta protocolos para que no reine la improvisación y el caos. Pero, muchas veces, esa maquinaria espesa protocolaria solo vuelve inhumano lo que debería contener alguna que otra traza de humanidad. En realidad, el exceso de protocolos actual es síntoma de una ansiedad mal dirigida desde arriba y hacia abajo, un disfraz de reducción de riesgos, un spray antiséptico relleno de agua del grifo, la homeopatía de la burocracia, la combinación aparentemente aleatoria –básicamente económica- de severidad y laxitud. Pero sobre todo es el síntoma de un momento en el que el ciudadano se cuida demasiadas veces solo porque el Estado no tiene suficientes recursos para hacerlo. Si hemos llegado al punto de autodiagnosticarnos una enfermedad, cómo nos va a poder acompañar alguien en la revisión de la misma.

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