Dejen de acosar a nuestros mayores
Este es un artículo de encargo. Me lo sugirió alguien a quién le debo mucho y al que no puedo negarle nada, mi tío Paco, el Conesa, como le conocen sus muchos compañeros y amigos.
Él y su grupo, la “colla pessigolla” -rondan los 90 años-, llevan un tiempo muy cabreados, al sentirse maltratados y excluidos de una sociedad que han construido con su trabajo y sus luchas. Les puedo asegurar que en este caso no es una licencia literaria.
Algunos, como el Conesa, trabajaron muchos años en la empresa metalúrgica del Baix Llobregat “Soler Almirall”, desde la que contribuyeron durante el franquismo a levantar las CCOO de Catalunya. Su compromiso colectivo es tal que, más 35 años después de haber cerrado la empresa, aún mantienen un grupo –cada vez más pequeño– de afiliados a la Federación de Pensionistas de su sindicato. Hasta la pandemia, se veían periódicamente y organizaban actividades.
Explico estas cosas para dejar claro que son personas activas que han sido capaces de evolucionar y adaptarse a los muchos cambios vividos durante décadas. Su vida está preñada de resiliencia, mucho antes de que se inventará esta palabreja.
No crean que son negacionistas del cambio tecnológico, más bien al contrario. El Conesa, que estuvo décadas trabajando en hornos que funcionaban a temperaturas entre 850 y 1050 grados, se llevó una alegría al enterarse que ahora estos tratamientos térmicos se controlan desde habitáculos acondicionados. Solo lamenta que a él la tecnología no le llegara a tiempo.
Son personas que soportan bastante bien las contrariedades y suelen ser resistentes a la frustración. Vivieron la Guerra Civil, que les pilló de niños, y están acostumbrados al sufrimiento. Cuando a los cuatro años los bombardeos fascistas sobre la Barceloneta te obligan a abandonar tu casa, junto a tus hermanos y tu madre, como le pasó a mi tío, no olvidas fácilmente lo que es el dolor. Y cuando al volver, años después, la ves destruida por las bombas y tú te encuentras en la calle, aprendes a soportar la frustración para siempre. Quizás por eso han llevado bastante bien la pandemia, los confinamientos y todas las limitaciones que ello les ha supuesto.
Encajan estoicamente que algunos creadores de opinión y políticos les hagan a ellos y sus “elevadas” pensiones culpables de la situación de precariedad de sus hijos y nietas. Forjados como personas en el conflicto social saben que ese interés en confrontar a unos trabajadores con otros, ahora en función de la edad, no es algo nuevo, forma parte de la estrategia del poder desde siempre.
Lo que el Conesa, su mujer la Cati, y la “colla pessigolla” no están dispuestos a aceptar es la marginación financiera, digital, humana a la que se sienten arrastrados. No les sirven las excusas de la pandemia, de la digitalización, de una supuesta modernidad que excluye a las personas.
Han asumido que, para hacer cualquier cosa, tanto las empresas privadas como las administraciones públicas, les obliguen a tener un teléfono móvil. Aunque se rebelan al comprobar que, después de tantos años luchando por la universalización de los derechos y contra la exclusión social, ahora su condición de ciudadanía y sus derechos dependan de tener o no móvil. Se sublevan al escuchar que hay personas en situación social dramática que tienen dificultades para acceder a una renta de inserción o al ingreso mínimo vital por no tener una cuenta corriente o un móvil.
Han renunciado a viajar, no por su estado físico ni por haber perdido interés. Les resulta imposible por los complejos protocolos digitalizados a los que se les obliga. Uno de ellos que tuvo que cancelar un vuelo por COVID-19 y lleva tiempo peleándose con los robots de atención al ciudadano de la compañía aérea sin haber conseguido que le devuelvan el dinero. Solo le ofrecen un crédito de vuelo para usar en los próximos 18 meses, cuando su vida se mide de día en día.
Comprenden que la pandemia ha aumentado mucho la presión sobre los centros sanitarios, pero me advierten que eso ya venía de antes. La COVID-19 solo ha hecho más evidentes las brutales consecuencias de los recortes sociales. Saben del esfuerzo del personal sanitario por atenderles, pero no entienden que si se les deriva a consultas sanitarias telefónicas sea imposible que les cojan el teléfono.
Entienden mucho menos que las entidades financieras en las que les ingresan su pensión no les atiendan presencialmente y cuando intentan conectar vía telefónica les sea imposible. Su cabreo aumenta cuando esas mismas entidades financieras se ponen en contacto con ellos para venderles cosas de todo tipo, incluso entierros más económicos, que en su caso parece humor negro. Me recuerdan que las Cajas de Ahorro se hicieron grandes gracias a las libretas de las señoras María, a las que ahora maltratan.
Su cabreo va en aumento cada vez que tienen que hacer una reclamación a una empresa de suministro de bienes básicos, como el agua, el gas o la luz. Se ven sometidos al calvario de tener que soportar a otro robot –al que algunos llaman inteligencia artificial– que casi nunca te da una solución. Algunas de estas personas tienen a sus hijas o nietas trabajando en empresas de “Call Center” y saben que además de ningunearlos a ellos, también maltratan a sus trabajadoras.
Sus familiares los animamos a que no se culpabilicen, que no es que sean torpes por ser mayores o por no saberse adaptar a los cambios tecnológicos. Que eso mismo nos pasa a los más jóvenes, incluso a personas que trabajan en la atención al público y tampoco son capaces de entender estos protocolos hechos sin tener en cuenta a las personas a las que se dirigen.
Para evitar que mi tío Paco, el Conesa, se sienta culpable, le explico que un servidor estuvo a punto de quedarse colgado en Sicilia, sin poder volver a casa, porque no era capaz de cumplimentar en el aeropuerto un cuestionario obligatorio que parece estar diseñado por alguien con tendencias psicopáticas que disfruta con el sufrimiento ajeno.
Cuando hablamos de estas cosas me insisten que no protestan solo por ellos, total ya lo han hecho casi todo –y muy bien– en esta vida. Que si se rebelan es como siempre en defensa de los que vienen detrás. Se han pasado toda su vida luchando por conquistar derechos, sabiendo que esa es la mejor herencia, en algunos casos la única, que pueden dejar a sus descendientes. Se niegan a dejarles un mundo en el que la tecnología no sirva para mejorar la vida de la gente sino para hacérsela más difícil, mientras contribuye a aumentar la riqueza del 1% más rico.
Como están acostumbrados a luchar y saben que el futuro no está escrito, nunca han caído en la resignación. Por eso insisten en denunciar un modelo de digitalización que, si no lo evitamos, va a aumentar y mucho la brecha entre personas y entre colectivos, en lo que parece un nuevo escenario de los conflictos sociales del siglo XXI.
Han decidido no callarse y dar la batalla, como siempre han hecho, y me han pedido que les transmita todas estas cosas. Creo que deberíamos hacerles caso.
Nota: “Colla pessigolla” no tiene traducción literal. Colla significa grupo, cuadrilla. Pessigolla se traduce por cosquilla Es un nombre que adoptaron por su sonoridad.
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