Que nos preparemos

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Todo son alarmas. Desde los corrillos informados hasta los titulares en prensa, pasando por las redes sociales y las sobremesas familiares. La consigna coincide: vienen tiempos muy duros para Europa y llegarán pronto. Las personas más alarmistas advierten de que será en septiembre, nada más volver de vacaciones, si es que has podido irte. Las más tranquilas dicen que en octubre, así que estamos buenas. Conozco gente sensata que está llenando la despensa de alimentos imperecederos: arroz, legumbres en conserva, ese tipo de cosas que se acumulan, si se puede, en situaciones bélicas. Un íntimo amigo está convenciendo a las personas más queridas de que tengan siempre a mano el pasaporte en regla y unos 2.000 euros en efectivo para poder sacar un billete cuando un ciberataque impida sacar dinero, si lo tienes, de un cajero. El otro día encontré (apareció por casualidad pero sin dificultad alguna) un reportaje sobre gente en Suecia que se prepara para saber sobrevivir ante un hipotético colapso. Son vecinos y vecinas, civiles, que aprenden a hacer fuego para calentarse en una lata vacía de tomate frito, por ejemplo. Enseñan a su prole a refugiarse en un bosque, a tener luz sin suministro eléctrico, a cultivar su propia comida y a conocer posibles rutas de escape de su ciudad. Algunos se entrenan como si fueran militares. Se llaman ‘preparacionistas’.

Hasta hace un tiempo, yo habría considerado que estas personas son más bien paranoides, alarmistas que transmiten a sus hijes un miedo innecesario, pero empiezo a pensar que quizá no sean sino una triste avanzadilla de lo que vamos a terminar siendo todas. Los preparacionistas suecos temen una invasión rusa, pero hay preparacionistas en todas partes (incluido el Estado español) que se preparan también para catástrofes naturales producidas por la emergencia climática del calentamiento global. Viendo las temperaturas que asfixian nuestras ciudades, los incendios que asolan nuestros campos, la paranoia parece más que justificada. Lo parece pasando por la gasolinera a llenar, si se puede, el depósito. Abriendo las facturas del gas y de la luz. Leyendo los titulares. La incertidumbre se apodera de Europa. De África no se apodera porque África ya fue abocada a ser la incertidumbre que nos acecha: hambre, guerra, pandemias, desertización. Aquí nos asusta ahora atisbar las consecuencias de esa desigualdad que allí es sistémica. Las personas que alcanzaron la frontera en Melilla venían muy preparadas. Algunos hasta sobrevivieron.

En este contexto, sigue produciendo desconcierto (ahora que la rabia está mal vista y la indignación ya no se lleva) leer que los ricos se han hecho más ricos después de la pandemia y siguen enriqueciéndose con la crisis mundial. En enero de 2022, Oxfam publicó un estudio, titulado precisamente La desigualdad mata, que destacaba que cada 26 horas surge un nuevo multimillonario en el mundo, al tiempo que los 10 hombres más adinerados acumulan seis veces más riqueza que los 3.100 millones de personas en mayor situación de pobreza. Desde que empezó la pandemia del COVID-19, estos 10 hombres ganaron “15.000 dólares por segundo”, es decir, “1.300 millones de dólares al día”. Gabriela Bucher, directora de Oxfam, lo explicó entonces de manera contundente: “Si estos diez hombres perdieran mañana el 99,99 % de su riqueza, seguirían siendo más ricos que el 99% de las personas del planeta”. Se refería a gente como Elon Musk, Jeff Bezos, Bernat Anault o Bill Gates. ¿Cómo es posible que Amancio Ortega (que el pobre solo está en el número 23 de la lista Forbes) haya ganado más de 1.600 millones de euros en 2021, que los beneficios de su sociedad inversora se hayan disparado un 140% y que su cartera inmobiliaria, valorada en 15.264 millones de euros, haya superado su valor prepandemia?

Mientras pensamos en las respuestas a esta retórica pregunta, nos preparamos para ese otoño cuya dureza no nos va a sorprender porque ha sido anunciada. Conozco una persona con una situación económica desahogada que dice que va a comprar una catalítica para calentar la casa en invierno. La estufa debería llamarse catatónica. A lo mejor tenemos que hacer acopio de botes de garbanzos. Hay un sueco en el documental que deshidrata limones. La verdad es que no sé muy bien para qué, pero él insiste en que debemos prepararnos. Deshidratar limones en Suecia me habría parecido hace un tiempo propio de un paranoico. Ahora pienso que quizá necesitemos vitamina C en algún momento y no haya otra manera de conseguirla que en esos frascos reciclados llenos de rodajas raras. Que a lo mejor no está de más prepararse. O que no, que el preparacionismo no es sino puro alarmismo. Lo que es cierto es que estas alarmas no cesan. Que nos lanzan a los refugios antiaéreos de la historia. Que ya somos todas víctimas de la práctica de ese shock que teorizó Naomi Klein.