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La dictadura del PIB

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presenta el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española en un acto telemático. EFE/ Jose Maria Cuadrado Jimenez /MONCLOA

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En mayo pasado, en medio de uno de los peores momentos de la catástrofe del coronavirus, el presidente Pedro Sánchez intentó animar a los españoles pronosticando que la economía estará en 2023 “mejor” que en vísperas de la pandemia. Se refería a la riqueza nacional, esa que desde los años 30 del siglo pasado se cuantifica con el nombre de Producto Interior Bruto (PIB).

Sánchez no es, ni mucho menos, el único mandatario que vincula la superación de la crisis con el regreso a los ritmos de producción económica previos a la irrupción del virus. Prácticamente todos los gobernantes airean el mismo discurso. Para lograr el objetivo, vuelven a resucitar a Keynes, como hacen cada vez que el capitalismo se ve al borde del abismo. La inversión pública se convierte entonces en el motor de la reactivación, para alivio de los ciudadanos y, sobre todo, para júbilo de las grandes compañías: no hay más que ver cómo se suelen disparar las bolsas cuando los gobiernos anuncian en tiempos de vacas flacas generosas inyecciones de fondos públicos. Una vez se “normaliza” la economía, le dan una patada en el culo al dadivoso Keynes, y regresa la fiesta liberal hasta el siguiente pinchazo.

Cuando estalló la crisis financiera de 2008, el entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, creó una comisión de expertos, encabezada por los premios Nobel Joseph Stiglitz y Amartya Sen, con el ambicioso objetivo de “refundar el capitalismo”. Más allá de si sus intenciones eran nobles o mera propaganda política, el mandatario encargó a los dos economistas la muy concreta misión de proponer una medición de la riqueza distinta al PIB que sirviera de base para el diseño de las políticas públicas, por considerar que el viejo indicador no refleja adecuadamente la realidad y las necesidades de los ciudadanos. En su informe final, Stiglitz y Sen no descubrieron la fórmula mágica, pero, “sin invalidar el criterio del PIB”, sentenciaron que “ha llegado la hora de que nuestro sistema estadístico se centre más en la medición del bienestar de la población que en la medición de la producción económica” y ofrecieron recomendaciones para buscar el esquivo indicador.

No sé cuánto les pagó el Estado francés por el trabajo; mi única certeza es que el publicitado informe duerme plácidamente el sueño de los justos. El hecho es que, casi un siglo después de su nacimiento en EEUU, y pese a las recurrentes tempestades económicas, el PIB, como en la famosa ranchera, sigue siendo el rey. A tal punto que la ONU, que en 1990 creó con gran alharaca el Índice de Desarrollo Humano (IDH) con el fin de medir con más exactitud el estado de bienestar social, sigue diseñando sus programas de asistencia con base en el dato de la producción económica de los países. Sin embargo, los expertos no dan su brazo a torcer y, en los últimos años, han lanzado numerosas propuestas para jubilar al PIB. Más allá de si consiguen destronarlo, las distintas iniciativas revelan la preocupación creciente por la falta de un criterio más 'humanista' para calibrar el progreso de la humanidad. Un criterio que no solo oriente los futuros planes de inversión y desarrollo, sino que, con el tiempo, produzca una revolución cultural sobre el propio concepto de riqueza y bienestar.

En la larga lista destacan –además del citado IDH-  el Índice de Progreso Social, el Índice de Vida Humana, el Índice de Bienestar Económico Sostenible, el Índice de Vida Mejor (creado por la Ocde en 2011) o el Índice Global de Felicidad, auspiciado por la ONU en 2012 para “reconocer la importancia de la felicidad y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos”. Por cierto, esto no es un hallazgo reciente. La Declaración de Independencia de Estados Unidos ya incluía en 1776 la “búsqueda de la felicidad” entre los “derechos inalienables”, junto a la vida y la libertad. Curiosamente, EEUU es hoy el país más rico del planeta en términos de PIB, pero no el más feliz: ocupa el puesto 19 en esta medición. España es el número 30, pese a ser el 13 en PIB. Caso aparte es el de Bután, un reino asiático budista de tan solo 750.000 habitantes que en 2008 abandonó el PIB y lo reemplazó por la Felicidad Nacional Bruta, un índice de creación propia que se basa en unas interminables encuestas casa por casa sobre una larga serie de indicadores, incluido el tiempo que se dedica a la oración o a charlar con los vecinos. El rey alegó que el budismo tiene una forma de entender la vida distinta a la occidental, pero su legión de detractores sostiene que se trata de una farsa para encubrir la miseria del país: el hecho es que Bután estaba en el furgón de cola en PIB per cápita y pasó de un plumazo a ser el bucólico reino de la felicidad. De pasada, gracias a las encuestas el monarca posee una información sobre sus súbditos que le envidiaría Google.

No todas las propuestas de medición hablan de felicidad, concepto a fin de cuentas subjetivo. La mayoría se basa en datos verificables. Por ejemplo, el Índice de Progreso Social incluye, en su cálculo de la riqueza, los distintos trabajos que se desarrollan en los hogares y que no son contemplados tradicionalmente como productivos, como el cuidado de los miembros de la familia o la producción doméstica de alimentos. Otros índices, como el de la Huella Ecológica, ponen el énfasis en las consecuencias medioambientales del modelo económico. El Índice de la Vida Humana se centra, con enrevesadas fórmulas logarítmicas, en el impacto que tiene el desarrollo de un país en las expectativas de vida de sus habitantes. Aquí España figura en el quinto lugar del ranking mundial, mientras que EEUU no aparece entre los 25 primeros.

La corriente dominante de pensamiento entre los economistas suele desdeñar todos esos indicadores o, en el mejor de los casos, los asume como una fuente de información complementaria. Al igual que Churchill definía la democracia como “el peor sistema de gobierno, excepto todos los demás que se han inventado”, entienden estos economistas que el PIB, pese a sus carencias, es el mejor índice para diseñar las políticas públicas y refleja de manera implícita los cambios que se van operando en el sistema productivo en materia ecológica, de género, de calidad laboral. Y cuando se calcula en función del número de habitantes del país, da señales aproximadas sobre el bienestar de la población.

A diferencia de la crisis de 2008, en esta del coronavirus no se ha escuchado a ningún mandatario plantear la refundación del capitalismo, pese a que la pandemia, además de cobrarse hasta ahora más de un millón de víctimas, nos ha puesto de manera brutal ante el espejo de nuestro deficiente y deshumanizado modelo productivo. Frente a aquella crisis se hicieron algunos ajustes en el mercado financiero internacional y se siguió después como si nada. Los gobiernos proclamaron el final de la crisis cuando los ritmos de producción, simbolizados por el totémico PIB, volvieron a los niveles de antes, sin que parecieran importar demasiado los incrementos de la desigualdad y la pobreza. En España, por no ir tan lejos, el ya gravísimo problema de la vivienda se agudizó sin que el Estado hiciera mucho por evitarlo: la inversión oficial en vivienda pública se desplomó en estos años casi un 90%, pese a que la Constitución le exige promover las condiciones para que los españoles tengan acceso a un techo digno.

El Gobierno anunció este miércoles un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española. La música del nombre suena bien. Pero veremos cómo se desarrolla la letra. Sobre todo, cómo se traduce en hechos la supuesta transformación de la economía. Si realmente avanzaremos hacia un cambio sustancial de nuestro modo de entender la riqueza o si nos embaucarán, como ha sucedido tantas veces en la historia reciente, con el viejo principio lampedusiano de “cambiar todo para que nada cambie”.

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