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Como diría Machado, hay una España que embiste (la que no inviste)

Feijóo, antes del inicio del debate de investidura de Pedro Sánchez.
16 de noviembre de 2023 22:49 h

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Se suele hablar de la importancia política de gestionar las expectativas, y se menciona poco la gestión de las frustraciones, lo cual resulta extraño, porque vienen en racimo. El balance de expectativas y frustraciones a día de hoy nos da una idea de cómo será la legislatura. 

El presidente del Gobierno presentó en su discurso dos líneas claras: en una mano mostró su programa de gobierno centrado en la crisis climática y la modernización de España con un claro acento social; en la otra sostuvo la cuestión nacional. Su éxito los próximos cuatro años dependerá de su capacidad de equilibrar ambas agendas e impedir que la cuestión catalana lo inunde todo, como Junts ha prometido hacer. No será fácil equilibrar ambas agendas, pues la crisis climática y la adaptación tecnológica son asuntos de rasgos universalistas y pertenecen al siglo XXI, mientras que la cuestión nacional es terruñera y nos remite al siglo XIX. Si recorre con acierto esa línea del espacio-tiempo, a la derecha se le hará larga esta legislatura.

El Partido Popular sigue careciendo de visión estratégica desde 2018. Antes del 23 de julio pasado Feijóo había generado una inmensa expectativa en torno a su victoria. La defraudó. Situado ante el espejo de su incapacidad para formar una coalición que le diera el Gobierno, se ha empleado a fondo en las últimas semanas en alimentar otra fantasía: que podrían impedir la investidura de Pedro Sánchez si entre todos presionaban suficiente. En lugar de conducir a sus votantes y a la derecha sociológica suavemente a la aceptación del resultado electoral y sentarse a pensar un poco para pertrecharse con una estrategia de oposición, Feijóo ha preferido alimentar una esperanza vana entre sus afines mediáticos y judiciales. Pensaron –alguien les debió de inducir a ello–, que la batalla valía la pena. Y la dieron. En la derecha mediática no me detengo demasiado porque les quedaba escaso prestigio por consumir: la campaña del 23J puso boca arriba las pocas cartas que quedaban tapadas. Lo de los jueces, en cambio, marca un punto de inflexión de graves consecuencias. Disponían, como cualquiera, de la opción de sumarse a las manifestaciones ciudadanas convocadas contra la amnistía, faltaría más. Pero cuando uno se concentra con la toga puesta ante la sede de los tribunales, no se posiciona como ciudadanía rasa, sino como estamento, de hecho, como uno de los poderes de Estado. No sólo han perdido la batalla, sino que regresan de ella magullados, con una herida profunda y visible: el daño a su imparcialidad, es decir, a su razón de ser. Nuevas expectativas mal gestionadas por Feijóo, es decir, nuevas frustraciones que le pasarán factura. 

El tercer lugar de presión ha sido la calle. Cuando se equipara una negociación parlamentaria al golpe de Estado fallido del 23F o se le llama “fraude electoral”, se contribuye a la algarada. Nada que objetar a las manifestaciones pacíficas, pero Feijóo, que claramente ha leído mucho a Machado, quiso ver si esa España “que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza”, lograba con disturbios lo que él no consiguió con votos. Por eso no ha pronunciado ni una palabra de condena en dos semanas de acoso a las sedes del Partido Socialista. Tampoco ha funcionado y ahora debe meter de nuevo en la lámpara al genio fascista, que en nuestro país tiene mal perder. El líder del PP ha coincidido con Vox en esa expectativa de parar la investidura con presión y disturbios. Anteayer Abascal insistió en ella, incluso escenificó su preferencia por la calle al abandonar el hemiciclo: muy coherente con su visión autoritaria. 

Hoy empieza una nueva etapa política que es una encrucijada y cada partido político debe decidir qué camino emprende. El del Gobierno está trazado y bastante claro. El de Vox también: Abascal dejó claro que para él no es el momento de gestionar la frustración de los suyos, sino de seguir alimentando falsas expectativas, que generarán nueva frustración y, como consecuencia, malestar. Para la ultraderecha el malestar es siempre productivo. Al calificar de “golpe de Estado” el proceso democrático de ahormar una mayoría parlamentaria dejó de manifiesto su petición extrema a los suyos: que prosigan la algarada mientras él maquina cómo saltarse las normas parlamentarias. Le pidió al PP que quiebre las reglas en el Senado, con lo que volvió a poner a Feijóo ante sus contradicciones: nunca va a lograr ser más radical que Abascal, pero al gobernar con ellos en Comunidades Autónomas y municipios, debe acompañarle gran parte del camino. El PP debe decidir si sigue haciendo creer a los suyos en la debilidad del presidente Sánchez y su ilegitimidad. La alternativa para Feijóo es asumir el resultado del 23J y diseñar una estrategia de oposición a largo plazo. Una buena forma de demostrar que cree en las reglas democráticas por las que se ha producido esta investidura sería renovar el Consejo del Poder Judicial para poner fin a su secuestro de cinco años. Tendría que lidiar con la frustración de los más radicales en su partido, pero pondría en marcha, al fin, una expectativa realista.

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