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Lo echamos a suertes

El Congreso, ante la votación definitiva de la investidura de Sánchez

Elisa Beni

“El sufragio por sorteo está en la naturaleza de la democracia. El sufragio por elección, en la de la aristocracia”

Montesquieu. El espíritu de las leyes

Comienza mañana el curso político no acabado y debiera extenderme aquí en consideraciones sobre si habrá nuevas elecciones, sin que las anteriores hayan cubierto su fin de formar gobierno, y sobre de quién será la culpa de tal suceso para establecer así a quién hay que volver a votar y a quién no. Ese es, en resumen, el estado de la lamentable cosa pública en España.

Tal dinámica que consiste, en esencia, en anteponer los cálculos posibilistas y los intereses de las élites políticas gobernantes a las necesidades reales del país, no nos es privativa. Ni en eso somos originales. La crisis de la democracia representativa y del hartazgo respecto a sus representantes está provocando diversos fenómenos en las distintas democracias, todos ellos preocupantes. El auge de los populistas, la llegada al poder del sistema de aquellos que quieren destruirlo y la utilización de los mecanismos democráticos de forma espuria para conseguir los propios fines pervirtiéndolos son una constante que amenaza nuestra forma de regirnos como sociedad.

Haciendo un poco de historia, podemos recordar que la democracia representativa fue el pacto social resultante de las revoluciones inglesa, francesa y norteamericana y que vino a suponer el cambio del gobierno de las élites aristocráticas por el de las élites ciudadanas elegidas por los ciudadanos en las urnas. Mas héteme aquí que el devenir del propio sistema democrático ha convertido a esas élites políticas en algo tan lejano, tan inescrutable y tan ajeno para el ciudadano como lo eran en su día las élites aristocráticas (por no hablar del número de aristócratas que se nos han colocado de nuevo en esas élites electas patrias).

De ahí procede el sentimiento de no representación que se plasmó en el 15-M español, en los Gilets Jaunes franceses, en Nuit Debout o en Occupy Wall Street. La constatación de que ninguna fuerza política, ni existente ni de nueva creación, ha logrado solventar ese sentimiento de alejamiento de las élites políticas de los problemas reales está sobre el tapete y crece y crece a medida que comprobamos que la vida política española se mistifica sin que seamos capaces de comprender ni qué sucede ni en qué nos beneficia esto a los ciudadanos. Hay un profundo desaliento respecto a la forma de funcionamiento de una democracia representativa que nos mantiene como bufones de las dinámicas estériles de las élites políticas. Por eso, teóricos de los sistemas políticos se plantean cada vez con más fuerza la necesidad de una radicalización de la democracia que ponga definitivamente en primer plano al ciudadano. Una vuelta a las raíces atenienses. Un tipo de experiencia que no es nueva, y que se implementó en pequeñas dosis en Dinamarca, Islandia, Brasil, Estados Unidos, Australia o Irlanda sin que en España la hayamos introducido tan siquiera en el debate reformista que cada día nos traen sobre esa Constitución que unos creen blindada y otros quieren tirar a la papelera. ¿Y si radicalizar la democracia pasara por introducir el factor suerte?

En Atenas, la insaculación resultaba fundamental puesto que permitía nombrar a la mayoría de los magistrados, los miembros del Consejo de la Ciudad que preparaban las Asambleas Ciudadanas, los tribunales de jurado y lo que hubiera sido equiparable al Tribunal Constitucional de la época. La democracia asamblearia que algunos partidos de nuevo cuño han intentado introducir sin éxito para regenerar la vida política no sólo no ha solucionado, sino que ha creado otros problemas y tampoco la idea de las primarias a la americana, con tantos problemas incluso en su lugar de origen, ha funcionado. ¿No sería llegado el momento de explorar y de introducir en el debate público español la posibilidad de la regeneración mediante la democracia participativa? No es nada demasiado revolucionario. La socialista francesa Segolène Royal lo llevaba en su programa electoral cuando se presentó a la presidencia de la República en 2007, en unas elecciones que perdió ante Sarkozy. Royal tenía muy claro que “los ciudadanos no se interesaran por la política más que si la política se interesa por ellos” y que la democracia participativa no es populista sino todo lo contrario, lo que acaba trayendo los populismos es el sistema representativo puro. Y de eso nos estamos dando cuenta una década más tarde.

Yo ya les hablé de la insaculación de las ternas de candidatos a los nombramientos judiciales para que los magistrados no tengan que deberle su puesto más que al azar y no a ningún político. La cuestión es mucho más amplia. La democracia participativa y la introducción de ciudadanos elegidos al azar en la toma de decisiones, parte de la base de que los individuos tienden a la racionalidad en el momento en que se deposita en ellos datos fiables y una responsabilidad. Es la experiencia que han arrojado también en España multitud de jurados populares. Así se han llevado a cabo experiencias como los paneles de ciudadanos, los observatorios de políticas públicas e incluso una suerte de estados generales basados en la representación popular establecida por azar y, si se quiere, con un filtro demoscópico para obtener muestras representativas.

¿Que creen que trasladaría a los partidos políticos españoles sobre la necesidad de formar gobierno o de mantener al Estado en un impasse de medio año más -y que ya dura desde 2015- un panel de ciudadanos elegidos por sorteo y que tuvieran que deliberar sosegadamente su dictamen mediante el estudio de datos adverados como neutros y verdaderos? Es cierto que Habermas ya nos advirtió que: “En sociedades complejas, aun los más serios esfuerzos de autogestión se frustran debido a las resistencias derivadas de la obstinación sistémica del mercado y del poder administrativo” pero ahora somos menos ingenuos y sabemos que tales presiones, del mercado y de los poderes fácticos, también se ceban en las élites políticas emanadas del sistema representativo. Nos lo han confesado ellos mismos en prime time. Así que ¿por qué no probar si tales presiones son menos susceptibles de causar mella en los que no tienen nada que ganar ni perder al tomar decisiones?

Algo hay que hacer. Algo que vaya más allá de correr con las alcachofas recogiendo sandeces. Algo más allá de que el espacio público esté ocupado por un grupo de niñatos tirándose de los pelos. Algo es necesario. Algo que pueda salvarnos. Si esto no vale vayamos pensando en otra cosa pero, desde luego, que no piensen que pueden engañarnos a todos todo el tiempo. Eso, si fueran más viejos, sabrían que es imposible así como que el intento de hacerlo, por más novedoso que parezca, sólo nos conduce a la autodestrucción.

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