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Elcano, más allá del horizonte

Juan Sebastián Elcano. Óleo basado en el grabado de L. Fernández Noseret y J. López de Enguídanos, 1791-1814. Museo Naval de Sevilla.

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El Gobierno vasco ha decidido que el 6 de septiembre de 2022 sea declarado día festivo en su comunidad. Ese día se conmemora el 500 aniversario de la llegada de la nao Victoria a Sanlúcar de Barrameda después de haber dado la vuelta al mundo por primera vez. La nao estaba comandada por un guipuzcoano de Getaria, Juan Sebastián Elcano, ahí estriba el sentido de la festividad ahora instituida.

Al anunciar la declaración de esa festividad, el portavoz del ejecutivo vasco dijo que la Historia había sido injusta con Elcano. Y, sí es cierto, aunque la lista de injusticias con el hombre que dirigió la primera circunnavegación del globo terráqueo es más amplia y llega hasta el mismísimo emperador del Sacro Imperio Germánico, Carlos V. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, y enmendar lo errado tiempo atrás siempre es de agradecer.

En aquellos tiempos del siglo XVI, todo era más simple, más de acción que de debates. Te enrolabas en una expedición, descubrías una isla que estaba más allá del horizonte y le ponías un nombre, y cosas así. Eso sí, por medio unos cuantos arcabuzazos, o unas espadas en ristre dispuestas a rebanar cabezas, porque matar, como me dijo en su momento el escritor José Luis Olaizola (autor de la novela “Las islas de la felicidad”), mataban, y mataban mucho. En realidad la cosa consistía en que o matabas tú, o te mataban a ti. De hecho, el propio Fernando de Magallanes, el jefe de la expedición, resultó muerto en Mactán, en las Filipinas, dicen que por el caudillo local, o vete tú a saber por quién. El caso es que el matador se llamaba Lapu Lapu, y allí tiene su gran estatua sobre un pedestal que lo eleva a 20 metros de altura.

Con motivo de la elaboración de un documental tuve la ocasión de hablar con un empresario de origen asturiano pero nacido en Filipinas, quien me dijo que ese era el relato oficial, pero que él estaba convencido de que cuando los castellanos se encontraron con su jefe portugués herido de muerte y le preguntaron quién le había herido, Magallanes debió soltar en su lusocastellano con un hilo de voz entrecortada: “la pu, la pu”, queriendo decir: “¡La puta! Me han matado”. Y ahí quedó para la posteridad lo de Lapu Lapu, que en tagalo, la lengua del lugar, no quiere decir nada.

A Magallanes le sustituyó como jefe de expedición para completar la vuelta al mundo Juan Sebastián Elcano, que es un personaje incómodo para determinados políticos vascos. Algunos lo tienen por un soldado español, una especie de mercenario de una potencia extranjera. Pero, hay que recordarles que su gesta se completó en un momento en el que navegantes vascos trabajaban codo con codo con andaluces, castellanos, extremeños o gallegos, con un objetivo común, fuera este el descubrimiento de América, la conquista de las islas de las Especias, la circunnavegación o el tornaviaje de Oriente a la Nueva España, hoy México.

Habría que explicarles a esos determinados políticos vascos que ese objetivo común no era la grandeza de España, como, equivocadamente, dirían determinados políticos españoles. Todos ellos laboraban bajo el paraguas de la corona, que era la argamasa que unía aquella mezcla de regiones, territorios o naciones. No había España, había Isabel la Católica, o Juana I, o Carlos I, o Felipe II. De hecho, Gipuzkoa era entonces parte de Castilla, hoy vaciada y ayer dominante.

Eran tiempos diferentes, políticamente incorrectos, la mujer en casa y el hombre a la mar. Pero en Gran Bretaña tienen claro que los adalides del imperio son sus héroes. Los guardan con respeto en la Abadía de Westminster, el panteón de sus grandes personajes. Es el caso del almirante Edward Vernon, comandante general de la armada británica que, a mediados del siglo XVIII, atacó Cartagena de Indias con una flota excepcional, fue derrotado por otro marino guipuzcoano, el almirante Blas de Lezo, y dejó miles de cadáveres pudriéndose en los aledaños.

La tumba de Vernon se puede visitar en Westminster, la de Lezo está perdida. ¡Qué injusticia! Nadie pide una estatua de cinco metros y medio sobre un pedestal de granito de 45 metros, como la que tiene Horatio Nelson en Trafalgar Square, pero hombre, un recuerdo más sencillo al menos. El problema con estos héroes de antaño es que su relato depende de las circunstancias políticas actuales, en vez de que dependa solo de los historiadores y de la lectura correcta de los hechos.

A Lezo le pusieron una estatua, por suscripción popular, en plena plaza de Colón de Madrid, con la alcaldesa Botella de anfitriona y Juan Carlos I de invitado. Así le revistieron con una capa de la derecha política centralista que encendió las iras del actual presidente del Barça, Joan Laporta, a la sazón concejal en el ayuntamiento de Barcelona, enemigo declarado de Lezo porque atacó Barcelona desde el mar. Claro, defendía como marino a Felipe V en la Guerra de Sucesión contra Carlos de Austria.

Es lo malo de ver la Historia con las anteojeras del subjetivismo y de la realidad actual. Fueron personajes de otra época, con otras costumbres, con otra forma de vida y de relación. Tratar de juzgarlos desde nuestro mundo hiperconectado y, supuestamente, bien informado, resulta una tarea poco adecuada. 

Hace algunos años, en los tiempos en los que ETA actuaba y la razón se nublaba, en su pueblo natal la estatua conmemorativa de otro marino guipuzcoano que logró la hazaña del Tornaviaje, la ruta transpacífica desde Filipinas hasta México, Andrés de Urdaneta, apareció pintarrajeada de  rojo y amarillo. Los autores de aquel desaguisado querían hacer un viaje en el tiempo y gritarle a Urdaneta: “¡Español!” Urdaneta no escuchó el grito, pero si lo hubiera hecho quedaría sorprendido porque no entendería nada. En su época, Gipuzkoa estaba unida a Castilla y las aduanas funcionaron durante siglos en el Ebro y no pasaba nada, los marinos vascos siguieron trabajando codo con codo con andaluces o castellanos.

Cuando Elcano se encontraba moribundo en la expedición Loaysa que siguió la senda de la primera vuelta al mundo, dictó un testamento que redactó el propio Andrés de Urdaneta, a la sazón un joven dieciochoañero. El testamento lo firmaron como testigos a bordo de una nao en medio del Océano Pacífico seis vascos, cinco de ellos guipuzcoanos. Y este es el quid de la cuestión. Esa nómina impresionante de marinos vascos que dieron su vida en mil batallas parecen chocar hoy con lo políticamente correcto.

Cuando uno pasea por las calles de San Sebastián y llega al palacio de la Diputación observa en lo alto de la fachada cinco bustos de otros tantos personajes. Son sólo una representación de los marinos guipuzcoanos que dieron días de gloria al territorio, pero sus nombres lo dicen todo: Juan Sebastián Elcano, el primero en dar la vuelta al mundo, Andrés de Urdaneta, descubridor del Tornaviaje transpacífico, Miguel López de Legazpi, conquistador de las Islas Filipinas, Antonio de Oquendo, capitán general de la Armada Oceánica y Blas de Lezo, vencedor de la batalla de Cartagena. 

Vaya como final una anécdota que dice mucho sobre la hombría de bien de aquella gente. En su prolijo testamento, Elcano se acuerda, años después, de Andrés de San Martín, el piloto y cosmógrafo sevillano de la expedición Magallanes, que murió o desapareció en Filipinas. Tiene la esperanza de que quizá siga vivo y por eso dice que “é si toparen á Andres de San Martín” le den unos libros y tres varas de paño de su propiedad. Años antes, cuando los navegantes de esa primera vuelta al mundo llegaron a Sanlúcar de Barrameda, traían un buen número de barricas llenas de especias que se pagaban a precio muy alto. Una de ellas, llena de clavo de olor, fue depositada en la Casa de Contratación de Sevilla a nombre de Andrés de San Martín. Tenía un valor de 88.000 maravedís y fue entregada a su hermano. 

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