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El exclusivo club de los ciudadanos europeos

María Eugenia R. Palop

¿Es usted nacional de un Estado miembro de la Unión Europea? Pues está usted de suerte. La Carta de derechos fundamentales de la UE y el Tratado de Lisboa, le otorgan, en exclusiva, el derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento Europeo, a ser elector y elegible en las elecciones municipales, a la libertad de circulación y residencia, y a la protección diplomática y consular. Así, sin más, a usted y sólo a usted. Y, además, por el simple hecho de ser nacional de un país miembro de la Unión, lo que no deja de ser una feliz casualidad, goza también de la libertad de buscar un empleo, de trabajar, de establecerse o de prestar servicios a lo ancho y a lo largo del territorio europeo. ¿Qué más se puede pedir? Eche un ojo más allá de los muros de su fortaleza y podrá darse cuenta de lo afortunado que es. Allí, en la lontananza, quizá consiga vislumbrar a esos millones de desheredados que se apiñan en las pateras, se ahogan en Lampedusa, o se desangran en las concertinas, sólo por ser como usted, sólo por llegar a ese lugar en el que usted vive como si tal cosa.

Los derechos de los que disfruta como ciudadano europeo son el producto de un largo y costoso proceso de exclusión social y de discriminación. La condición de extranjero, de inmigrante, de irregular, de “sin papeles”, de asilado, de apátrida, es la condición gracias a la cual ha logrado usted sus privilegios. Y como gritan y cacarean nacionalismos, populismos y racismos de todos los colores, es conveniente tenerlo presente en un momento crítico como el que estamos viviendo.

Aquello de prohibir la discriminación por razón de nacimiento, que proclama el artículo 21.1 de la Carta de derechos fundamentales, o la prohibición de discriminación por razón de nacionalidad, a la que alude el Tratado de Lisboa, sólo se aplica a los que han tenido la misma suerte que usted: a los fundadores y herederos del club de Europa. Y aunque el artículo 19.2 de la Carta afirme que “nadie podrá ser devuelto, expulsado o extraditado a un Estado en el que corra un grave riesgo de ser sometido a (...) tratos inhumanos o degradantes”, es evidente que no se consideran como tales las enfermedades, las hambrunas, la falta de agua potable, el analfabetismo, las guerras, la persecución política o la violencia sexual, por lo que las prácticas diarias de los Estados de la Unión se ajustan perfectamente a la legalidad. Si lo piensa fríamente todo esto resulta razonable. La lógica excluyente y particularista de la ciudadanía europea exige que haya un círculo del “nosotros” y un horizonte del “ellos”, porque si todos pudiéramos ser ciudadanos, ser ciudadano no tendría ningún interés.

Sin embargo, lamentablemente, ni siquiera en este club con pretensiones igualitarias, podemos ser todos iguales. A pesar de los pataleos y evidentes resistencias, la crisis ha extendido como un cáncer la sensación de colapso y de fin de ciclo, y ahora a los excluidos de la Unión habremos de sumar, como una legión de nuevos pobres, los excluidos en la Unión. Pero, no se preocupe, porque todo depende del lugar en el que se haya nacionalizado usted.

Y es que el proceso de integración europea, como señala Wolfgang Streeck, ha sido siempre un proyecto elitista apoyado en la progresiva y selectiva des-democratización de los Estados nacionales, y en el cruel desmantelamiento de según qué eventuales políticas de bienestar. Aunque la crisis no ha dejado lugar a dudas, lo cierto es que desde hace años, las cumbres de Bruselas, con el claro predominio de unos Estados sobre otros, aprueban una y otra vez cambios institucionales que los parlamentos nacionales deben ratificar instantáneamente, a fin de evitar el pánico de los mercados y, ahora también, facilitar el pago de la deuda. En este contexto, los ostentosos derechos de algunos ciudadanos europeos han debido ir cediendo frente a las preferencias de los acreedores, y, por tanto, el objetivo ha tenido que ser el de de contener y limitar ciertas democracias.

La verdad es que, en términos generales, la democracia en la UE es, parafraseando a Javier de Lucas, un oportuno maridaje de aristocracia política y oligarquía económica, y se ha concebido como un efecto colateral de la unión fiscal, a pesar de que todo el mundo sabe que la vinculación entre la unión fiscal y la democracia es absolutamente contingente, como lo es la del mercado y la “justicia social”.

Con la llegada de la crisis, todo esto se ha traducido en una acelerada jibarización de los derechos políticos y sociales de esos ciudadanos europeos que nunca debieron vivir por encima de sus posibilidades, canibalizados por los intereses económicos de las llamadas “élites extractivas”. Para ellos, los derechos de la Carta se han reducido a la exhibición de un pasaporte para emigrar (un billete sin retorno) y a la utilización de una moneda que no se puede devaluar (y que exige, por supuesto, la devaluación de sus salarios).

Es probable que todo esto a usted le anime a dejar de creer en el proyecto europeo o a votar a esos partidos euroescépticos, nacionalistas y xenófobos que se empeñan en confundir problemas sociales con problemas nacionales. Sin embargo, alternativas como esta tampoco son muy buenas para usted. Aunque en este Titanic sea un pasajero de tercera clase, no sería muy inteligente tirarse por la borda en medio del océano para intentar llegar nadando hasta la orilla. Ni es tan fácil salir del club, ni sus miembros se lo perdonarían.

Sí señor. Hoy Europa es una fortaleza dentro de otra fortaleza, una jerarquía infinita entre ciudadanías fragmentadas, en la que se reproduce de forma minuciosa una desigualdad laberíntica y fatal, y de la que no se puede escapar. Ciertamente, es usted un ciudadano europeo como los demás, pero en la práctica puede llegar a parecerse bastante a algunos de los que se agolpan en los muros de su “patria”, “si un tiempo fuertes ya desmoronados”. Ahora resulta que el “chauvinismo del bienestar” que, como dice Habermas, tanto le sirvió a usted para mantener a los pobres fuera de su corralito, es el que utilizan otros europeos para exigir su sacrificio. Pero “nadie da duros a pesetas”, es lo que tiene formar parte de un club tan unido, exigente y exclusivo como el de la Unión Europea.

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