La extrema derecha explicada a Santiago Abascal
La extrema derecha europea ha elegido España como fuente de inspiración. A símbolo, no llegamos, somos un país demasiado pobre para lucirlo en el traje intolerante de los ultras del Viejo Continente. Porque resulta que el Viejo Continente contiene fachas a tutiplén, y aquí nos creíamos que estaban enterrados bajo los escombros de la segunda guerra mundial. Lo que les gusta de España a los ultras europeos es el polvo de la Historia. Quiero decir, los residuos, acumulados o flotantes.
Por ejemplo, hace tres años (esto no es nada, pulgar, índice y corazón, y ya han pasado), el supremacista francés Éric Zemmour montó un partido antiinmigración, a la derecha de Marine Le Pen, que ya es decir, y le puso el épico nombre de Reconquête. La conspiranoica teoría del gran reemplazo (una versión de La invasión de los ladrones de cuerpos disfrazada de sociología), encontraba con la Reconquista de nuestros manuales escolares la bandera que alzar. Pero cerca de ochocientos años de Reconquista no se cuentan con tres dedos. En España, las cosas gordas, como la Reconquista, o la Sagrada Familia, o la Transición, se hacen sin prisa por falta de presupuesto.
Esto Zemmour lo sabe, y España, como país, se la trae floja. Lo que le gusta es la sangría. Quien parece no querer darse cuenta es la ultraderecha española. La participación en persona del argentino Milei y de la francesa Marine Le Pen, y la presencia virtual de la italiana Meloni, pretendían impregnar de apoyo internacional el acto que Vox celebró el pasado fin de semana en Madrid, con el nombre de “Europa Viva 24”. En realidad, los invitados asistían como se visita un museo de cera, para ver los monstruos favoritos. Todo lo que es Reconquista en Zemmour, fue Carmen en Mérimée. El exotismo de los subdesarrollados. Y así es como ven los ultras europeos a Abascal, con aquel casco de los tercios de Flandes que se puso una vez, sin darse cuenta que es esa caricatura lo que todo el mundo espera de su figura. Y no la efigie de un presidente de Gobierno.
Antes que el propio partido, Vox, es la corriente de nuestra historia quien da nombre a su evento de Madrid, “Europa Viva”. Mejor dicho, no se trata de nuestra historia, sino de nuestra intrahistoria, como enseñaba Unamuno. Lo sabíamos de alguna manera, y luego lo hemos visto en el cine, el filósofo y rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, les plantó cara a los fascistas por orgullo intelectual, más aún que ideológico, lo cual indica que los intelectuales de antes estaban muy bien. Creían en lo que eran. Ahora, los intelectuales se van a escribir a The Objective movidos por otro tipo de orgullo, un orgullo herido y devaluado. Cuando se agota el orgullo, solo queda la soberbia.
La que estoy liando para hablar de El Víbora. Porque Europa Viva, y esa es nuestra intrahistoria de lectores de “cómix para supervivientes”, fue el nombre de una efímera y nunca mítica revista que editó La Cúpula, es decir, la gente de El Víbora, a mediados de los años 80. A diferencia de la Europa Viva del fin de semana pasado, la de esta revista era una manera de aporrear las puertas de Europa para que se abrieran de una vez por todas.
Cuando apareció el primer número, España aún no había ingresado en la Comunidad Europea (los viejos todavía lo llamaban el Mercado Común), y hasta el underground y la contracultura, es decir, la actual cultura, sabían que la única manera de avanzar, de ser un país vivo y moderno, era formar parte de Europa. La revista Europa Viva era una coedición de varias revistas europeas: El Víbora (en España), Mais (Portugal) Actuel (Francia), The Face (Reino Unido), Frigidaire (Italia), Tip (Alemania), Wienner (Austria) y Etc. (Suecia). Corrían otros tiempos, la gente de la cultura aún albergaba la esperanza de ser útil y, por su parte, a la extrema derecha no le daba vergüenza llamarse extrema derecha.
Hoy, los ultras españoles no se identifican con este calificativo, al contrario, les ofende, y sin embargo tampoco han sido capaces de diferenciarse de sus predecesores, siguen siendo tan rancios como ellos. Más bien, al contrario, los ultras españoles se muestran negados para permeabilizar su discurso en cuestiones como la sexualidad, el aborto (la extrema derecha francesa votó a favor de que se blindase este derecho en la Constitución de su país)... Claro que, todo esto, Marine Le Pen lo hizo a costa de la cabeza de su padre, el viejo Jean-Marie, que tantas portadas dio al semanario satírico Charlie-Hebdo. En España, no es que la ultraderecha no haya matado al padre, es que vive todavía con el bisabuelo.
Enquistada en Ripoll, un pueblo de poco más de diez mil habitantes, en el interior de Catalunya, la ultra independentista Sílvia Orriols se encuentra más cerca de una Meloni, y de una Le Pen, que cualquier dirigente de Vox, con tanta aspiración europea como manifiestan. Pero, ¿cómo iría a salir adelante una Orriols en la ultraderecha de Vox? En Vox, las mujeres no pintan nada. Tienen una Macarena Olona y la pierden por el camino. Vox es un partido donde solo medran los exfalangistas y los herederos de Fuerza Nueva. Pero, eso sí, no quieren que se los considere ultraderecha.
Lo que en Vox anuncian como Europa Viva, se trata en realidad de una Europa zombi. No nos confundamos, los zombis son ellos, los ultras españoles, no Europa. También como en una película de Amenábar, en Vox no quieren darse cuenta de que son los auténticos protagonistas de Los otros. Ellos son solo lo que ha muerto, y no lo que viene. Esto Marine Le Pen lo ve desde fuera, que es como se ven bien las cosas. Pero sabe que debe llenar de plomo esta punta de Europa para que se hunda bien abajo un tipo de continente que detesta. A eso vino el domingo. Si embargo, su auténtica lucha no está aquí. La dirigente de la ultraderecha francesa tiene una misión más sutil, más vistosa, de una envergadura y proyección que Abascal no es capaz ni de imaginar. Marine Le Pen está destinada a rivalizar con Emmanuel Macron, el rey sol de todas las traiciones. El fondo pictórico del retrato al que aspira Marine Le Pen es el Elíseo. Cada uno está en su sitio. En Abascal, lo que no huele a plaza de Oriente huele a plaza de toros.
Así, Santiago Abascal lidera en Madrid un acto con la presencia de lo más granado de la extrema derecha global, y viene Javier Milei, presidente de la República Argentina, y desde el estrado se ríe en la cara del presidente de Gobierno del país que pretende representar Abascal. No solo eso, Milei también pasa de devolver la visita al mismísimo rey de España, que había asistido tan gustosamente a la ceremonia de su toma de posesión. Ese es el papel de la ultraderecha española en el mapa mundial de la extrema derecha. Reírle las gracias a los poderosos.
Todo está en el barrio de las letras. Los españoles somos gente de una frase, no necesitamos más desarrollo. A falta de cualquier otra seña de identidad en la que reconocernos, con un par de palabras chistosas (y si riman, mejor), forjamos un espíritu colectivo. Nos aúnan los chascarrillos de la tele. Lo que no es el Dúo Sacapuntas, es Gustavo Adolfo Bécquer. Por su puesta en escena, Milei está más cerca de los primeros; pero Abascal es nuestro recurrente poema, que nunca se agota, pues siempre será así. ¿Qué es ultraderecha? ¿Y tú me lo preguntas? Ultraderecha... eres tú.
La expresión “derechita cobarde” es una paráfrasis tomada de la letra de Soldadito español, una canción que formaba parte del repertorio de una revista musical de hace casi cien años. Cuando Abascal dice “derechita cobarde”, está canturreando “soldadito valiente”. Así se ve a sí mismo, como un soldado de pasodoble, de teatro, donde todo es de atrezzo, y la realidad es una impostura. Los soldados de verdad, mejor rehuirlos, pringan demasiado. No están llamados para senderos de gloria.
Y por eso, Abascal ha montado ese museo de cera para sus invitados del fin de semana. Era necesario representar la gran función de la extrema derecha nacional. Aun así, a falta de un Vincent Price, tuvo que conformarse con un Milei, que, como de él se esperaba, protagonizó histriónicamente la aventura de los crímenes del museo de cera. Pero Santiago Abascal no está a la altura de Milei, ni de Marine Le Pen, ni de Giorgia Meloni, es solo un soldadito español de revista musical. En esta opereta, los diputados y los concejales de Vox le sirven de muleta a la cojera política de la achacosa derecha de Feijóo; pero, si los de Vox pretenden dar un paso por su cuenta y riesgo, solo encuentran el apoyo de meteoritos olvidados, desgastados de tanto navegar perdidos en el espacio, como se vio con Ramón Tamames.
A lo único que se parece la Europa Viva del pasado acto preelectoral de Vox es a la tela Europa después de la lluvia, de Max Ernst. Un paisaje en ruinas, espongiforme, bombardeado por meteoros, como sacado del fondo del mar; pero esa obra surrealista de Ernst sale, en realidad, del fondo de la guerra mundial, de la destrucción de Europa. Representa los escombros bajo los que yacen todos nuestros monstruos.
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