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Hace falta un Twitter europeo, y rápido

La ONU advierte a Musk que "no debe haber lugar para el odio en Twitter" EFE/EPA/JUSTIN LANE

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Se está quedando un otoño buenísimo para un Twitter europeo. Y aquí europeo no significa hecho en la UE, aunque lo será, sino regulado, es decir, al servicio de los usuarios y la sociedad, que nos proteja de la desinformación y favorezca un debate público de calidad. La alternativa distópica es lo que existe: un Twitter al servicio del enriquecimiento o los delirios de grandeza de una persona.

No voy a hablar de Elon Musk, porque hace tiempo que dejé de creer que el periodismo relevante es el que le canta las verdades al poder. Es tanto lo que ha mutado en la última década el poder, ahora asentado en las grandes empresas tecnológicas, que sus dirigentes saben perfectamente lo que hacen, ¿para qué desgañitarnos? Están muy lejos, pero determinan nuestras vidas, sin ningún mecanismo de corrección. Y no entienden, porque como escribió Upton Sinclair, “es muy difícil que alguien entienda algo si su sueldo depende de que no lo entienda”. La riqueza de Musk depende ahora en gran parte de no entender hasta qué punto la red social puede deteriorar o mejorar la democracia.

Para los que creemos en un periodismo dirigido a los pequeños seres con ganas de escuchar y comprender lo que sucede, la cuestión no es lo que haga el libertador Musk, aunque admito que da juego narrativo como celebrity. No nos distraigamos hablando de su disfraz de Julio César en la fiesta de Heidi Klum o de su entrada en cacharrería con un lavabo en la mano. El debate sobre lo que suceda con Twitter es el debate sobre cómo se configurará la libertad de expresión y deliberación en las sociedades digitales. La pregunta crucial es previa a cualquier idea de Musk y no debemos pasarla por alto: ¿debe una sola persona -o un consejo directivo, tanto da- tener el poder de diseñar la libertad de expresión en las sociedades democráticas?

La respuesta es clara: no.

Fui de las que se sintió aliviada cuando Twitter suspendió la cuenta de Donald Trump, entonces presidente en rebeldía instigador de acciones violentas. Sin embargo, aquello modificó radicalmente los conceptos de libertad de opinión, prensa y expresión, tal como los concebimos. En teoría, no aceptamos la censura previa, artefacto del siglo XIX que fue de hecho aplicado a Trump, y esperamos que el discurso prohibido quede fijado en leyes, aprobadas por parlamentos y aplicadas por jueces que deben sustentar jurídicamente sus decisiones y someterse a un sistema de recursos. Es algo tan relevante que su regulación y aplicación corre a cargo del Estado. Hoy este sistema de garantías y equilibrios respecto a la libre expresión está en cuestión.

La llegada de Musk a Twitter ofrece una ocasión excelente para que los europeos debatamos sobre esto. Porque no resulta aceptable que un solo hombre decida cómo se regula la libertad de expresión en todo el mundo, pero se me antoja una forma torpe de caer en su propia lógica el sentir alguna nostalgia sobre cómo funcionaba hasta ahora una red social en la que decisiones tan trascendentales eran tomadas por un puñado de directivos. Sin el ecosistema creado por las redes sociales en la última década, no se entiende el deterioro del debate público y de la propia democracia. Facebook fue decisiva en el clima de 2016 que llevó al éxito del Brexit y a la victoria electoral de Trump, mediante el escándalo de Cambridge Analytica. También tuvo su parte alícuota en genocidios como el de los rohingya en Birmania. La lista de fakes y desinformación es interminable.

Resulta más necesario que nunca un Twitter europeo, una red social que permita el debate -con las limitaciones ya consolidadas en nuestra tradición legislativa-, que aliente una discusión constructiva, poniendo coto al discurso de odio y a los mecanismos virales que, como está demostrado, facilitan la divulgación de desinformación y vician cualquier debate democrático. Europa es hoy el territorio que más protege a los ciudadanos en la jungla digital, sus datos, su privacidad, su anonimato, su desconexión. Esto se ha logrado como se logran las cosas en las democracias: con leyes. La reciente Ley de Servicios Digitales apunta en el sentido de lanzar plataformas europeas propias que compitan con las redes sociales estadounidenses para proteger los datos y la privacidad ciudadana. Estamos en el buen camino, pero hace falta ir mucho más rápido.

Ese Twitter europeo debería disponer de mecanismos legales de protección de la libertad de opinión y pensamiento similares a los que operan en el mundo físico, pero rápidos, con medidas cautelares, jueces ad hoc, que antepongan los derechos y libertades individuales, y sobre todo el derecho a recibir información veraz, a una cuenta de resultados empresarial. En suma, personas con criterio jurídico y democrático que actúen como garantes de la calidad del debate público, reconocidas por toda la sociedad y que accedan a esos puestos mediante un sistema público de selección.

Esto sólo lo puede hacer Europa y nos jugamos mucho en ello. La democracia es un régimen de opinión pública, el debate honesto es el combustible que la alimenta y, si no funciona, o lo hace al albur de los caprichos de un lunático, o es la propia democracia la que está en riesgo. 

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