Lo que faltaba: el Derecho es una “ciencia conservadora”
En una entrevista concedida a El País con motivo de la puesta en escena de una pieza de teatro que escribió en su época de rector universitario, el presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano, respondió así a la pregunta de si la obra es “sesuda”: “Tiene una entidad más filosófica, más sesuda. Tal vez más propia de un jurista, si quiere llamarlo así. Los juristas somos casi todos gente conservadora, porque el Derecho es una ciencia conservadora”.
No perderé el tiempo intentando entender a cuento de qué el magistrado establece un vínculo entre sesudez y conservadurismo. Lo que me interesa de la respuesta es su afán indisimulado por recalcar que él y su influyente gremio son conservadores y la peregrina teoría con que explica este fenómeno. En su opinión, el Derecho es una profesión conservadora por su propia naturaleza y esa particularidad predestina a quienes la ejercen. El presidente del Constitucional no precisa el alcance que quiere darle al adjetivo “conservador”, pero, incluso si se despoja al término de su vertiente política o partidista, resulta imposible sustraerse a su carga ideológica. Según el diccionario de la RAE, conservar es “mantener una cosa de forma permanente sin que sufra cambios”. ¿Existe más ideología que la que encierra esta definición?
No. Ni el Derecho es una “ciencia conservadora” ni los juristas están predestinados al conservadurismo por cultivar esa ciencia, que prefiero calificar de humanística. Lo que existe desde tiempos inmemoriales en torno al Derecho es una pugna constante entre avance e inmovilismo, entre modernidad y atraso, con las consecuencias que ese pulso tiene en la configuración de las sociedades. En 1973, la Corte Suprema de EEUU falló por siete votos contra dos a favor de la despenalización del aborto en el célebre caso Roe vs. Wade, un acontecimiento histórico dentro de la lucha por los derechos civiles en el país. En diciembre pasado, casi medio siglo después, una Corte con mayoría conservadora –la tercera parte de los nueve magistrados han sido puestos por Trump- tumbó por seis votos contra tres aquel fallo, echando abruptamente para atrás el reloj de la Historia. Hablemos de otro país: Colombia. Allí, la Corte Constitucional, de tradición progresista, ha actuado casi como un órgano legislativo ante las vacilaciones de los congresistas para aprobar leyes polémicas que puedan molestar a sus votantes. El país suramericano se encuentra a la vanguardia del continente en temas como la eutanasia, el matrimonio gay, el aborto o la defensa de los animales gracias a fallos de la Corte, no a iniciativas legislativas.
¿Y qué sucede en España? Existe la percepción generalizada de que la judicatura es marcadamente conservadora. En internet se pueden encontrar estudios que atribuyen esa singularidad a los métodos de acceso a la carrera judicial, a los largos años de oposiciones y a un bien engrasado corporativismo. Según datos de 2019, en España hay 5.419 jueces en activo, de los cuales 3.003 (el 55,4%) pertenecen a alguna asociación judicial. La mayoritaria, de lejos, es la Asociación Profesional de la Magistratura, claramente conservadora. Le sigue la también conservadora Asociación Francisco de Vitoria. Sin embargo, la ley que regula el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional permite que la balanza ideológica de ambas instituciones varíe en función de las mayorías políticas en las Cortes. Y ese vaivén se refleja, entre otras cosas, en los fallos del Constitucional. La ley del matrimonio gay, aprobada en 2010 y recurrida por el PP, fue declarada constitucional gracias a los votos de la entonces mayoría progresista del tribunal. Una mayoría conservadora seguramente la habría tumbado, como sucedió con los decretos de estado de alarma durante la pandemia, cuyos fallos evidenciaron una fractura nítida entre los bloques conservador y progresista. Hace una década, apelando al derecho ciudadano a la representación política, el tribunal avaló con los votos progresistas y el firme rechazo conservador la legalidad del partido abertzale Sortu. En 2010, los votos de la mayoría progresista salvaron un número considerable de artículos del Estatuto de Catalunya frente a la oposición del ala conservadora, aunque ello no evitó que el resultado final de la ‘poda’ defraudara al nacionalismo catalán.
En este momento, el Tribunal Constitucional tiene pendientes un recurso contra la ley del aborto presentado hace más de una década por el PP, así como algunas de las leyes emblemáticas de la presente legislatura, recurridas por el PP y Vox, entre ellas la ley de eutanasia y la reforma de la educación. Tanto el Constitucional como el CGPJ deberían tener en la actualidad mayorías progresistas como reflejo de la composición de las Cortes tras las últimas elecciones, pero la derecha ha impedido ese cambio. El órgano rector del poder judicial lleva tres años en funciones con su mayoría conservadora debido al bloqueo del PP, en flagrante violación de la ley que exige su renovación cada cinco años. Ese bloqueo mantiene a su vez frenada la renovación parcial del Constitucional: ahí siguen en sus cargos los dos magistrados nombrados por el Gobierno de Rajoy –entre ellos González-Trevijano- y los dos designados por el CGPJ, que por tradición escoge a uno conservador y otro progresista. Si esta renovación se llevara a cabo, la correlación sería de siete magistrados progresistas y cinco conservadores. La última estratagema del PP para seguir bloqueando las renovaciones es la exigencia de que se reforme previamente la ley del poder judicial para que la mayoría de los integrantes del CGPJ sea elegida directamente por los propios jueces, lo cual, en las actuales circunstancias, aseguraría el control conservador de las decisiones judiciales y constitucionales más trascententales.
Por mucho que los jueces y magistrados sostengan que sus inclinaciones ideológicas no interfieren en su trabajo, muchas veces las leyes tienen márgenes de interpretación, sobre todo cuando se debate su constitucionalidad, y ello propicia de manera casi inevitable que entren en juego sensibilidades, ideologías, aproximaciones al curso de la Historia o como quiera llamarse el conjunto de factores que componen nuestra forma de entender el mundo. Es obvio que la recientemente fallecida magistrada de la Corte Suprema de EEUU Ruth Ginsburg jamás habría votado lo mismo que su colega ultraconservador Clearence Thomas en los grandes litigios de derechos civiles. Aquella combativa mujer es la prueba de que el Derecho no es una ciencia conservadora ni convierte en conservadores a quienes lo ejercen. No, señor González-Trevijano: busque la explicación de su conservadurismo y el de las asociaciones mayoritarias de jueces españoles en otra parte. No en el Derecho.
20