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Graduaciones

Imagen de archivo de un aula vacía de un colegio.

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Estamos en plena época de graduaciones. Se oyen enhorabuenas por todas partes, hay fiestas de todo tipo, jóvenes arregladísimos disfrutando del éxito de haber acabado con bien el bachillerato que les permitirá seguir avanzando en su carrera formativa.

Tengo que reconocer que, con hijos ya mayores y viviendo en otro país, el tema de las graduaciones me pillaba un poco lejos, pero acabo de darme cuenta, con profunda perplejidad, de que, según la ley vigente, una chica o un chico puede recibir su título y graduarse junto a sus compañeros de clase incluso si no ha aprobado todas las asignaturas, siempre que haya acudido a clase regularmente, se haya presentado a todos los exámenes y tenga una nota media de más de cinco sobre diez.

Empiezo a pensar que estamos destruyendo voluntariamente -porque si es involuntario es todavía más grave- a nuestras jóvenes generaciones.

¿Cómo es posible que les estemos enseñando que, en el fondo, da igual lo que hagan o no hagan; que siempre van a conseguir lo que desean? Los alumnos que no se han esforzado particularmente para rendir en clase durante todo el año reciben exactamente lo mismo que los que sí lo han hecho. Si uno o una, a final de curso sabe la mitad de lo que podría saber (eso es lo que significa sacar cinco sobre diez), y no ha alcanzado la nota necesaria para aprobar en una asignatura o en varias, y probablemente tenga que repetir ese curso, a pesar de ello puede graduarse como si lo hubiese hecho todo bien. Los padres le compran la ropa que desea para estar perfecto en la ceremonia de graduación, se arreglan ellos mismos para la fiesta, invitan a los abuelos, y se van todos juntos a celebrar una mentira con toda la alegría del mundo.

Con muchas de esas mentiras pequeñas (que el chico o chica no ha cumplido lo que tenía que cumplir, pero se le da el título igual) se crea una mentira mucho mayor: la mentira estadística que nos permite quedar un poquitín mejor frente a otros países de Europa y, desde fuera, parece que hemos mejorado, que hemos conseguido bajar la cifra del abandono escolar, subir la calidad de la enseñanza, el rendimiento y el número de graduados. ¿A quién queremos engañar con eso? Nos estamos tirando piedras a nuestro propio tejado porque, aunque hacia fuera quedemos mejor, hacia dentro estamos creando unas generaciones que cada vez bajan más, que saben menos, que encuentran normal no tener que esforzarse demasiado porque... total... igual llegan al mismo sitio que los que se matan a trabajar. El título es el título y lo tienen todos.

Hace poco comentábamos aquí mismo esa tendencia a colocar a los jóvenes en el centro del universo, a hacer lo posible y lo imposible para que consigan siempre lo que desean, para que no se frustren jamás (con lo cual su resistencia a la frustración, que es una herramienta fundamental para sobrevivir en la etapa adulta, no llega a crearse), para que sean perennemente felices, tanto si hacen algo para ganarse esa felicidad como si no. Recuerdo que hace un par de décadas surgió una frase que entonces nos hacía mucha gracia: “Soy joven. Lo quiero todo. ¡Y ya!” Lo que en aquella época era un chiste se ha convertido en realidad. El esfuerzo se valora cada vez menos, salvo en los gimnasios. Parece que ser joven da derecho a todo. De inmediato, además. ¿Y luego? ¿Y cuando salgan al mercado laboral y se den cuenta de que no saben bastante, de que nadie los va a mimar y a arropar como tienen costumbre?

Leyendo aquí y allá, he visto comentarios como que hay que educar positivamente, sin castigar a los que no aprueban. Me ha parecido curioso que no distingan entre castigos y consecuencias naturales. Cuando una persona -de la edad que sea- sabe lo que tiene que hacer para conseguir algo, si no lo hace porque no quiere o porque otras cosas le importan o le interesan más, no conseguirlo no es un castigo. Es la consecuencia natural de sus elecciones.

Creo sinceramente que no les estamos haciendo ningún bien regalándoles títulos que aún no se merecen, llevándolos a pensar que la vida es fácil, que no es necesario esforzarse, que basta con estar físicamente presente en clase para poder recibir lo mismo que otros compañeros y compañeras que trabajan seriamente para aprender lo que deben aprender. No es justo para estos últimos y, mirando hacia el futuro, no es bueno para nadie.

Luego, algunos cuando se hacen mayores, buscan a alguien que les escriba una tesina o una tesis doctoral, la pagan y así tienen más títulos. O se apuntan a masters que en un par de días te ofrecen una titulación para la que otros han trabajado durante dos años. Todo es cuestión de interpretaciones. Estamos en la época de la posverdad, de los hechos alternativos.

La posverdad es simplemente una mentira. Los hechos alternativos no son hechos, son estupideces que no se apoyan en nada. ¿Es ese el mundo que queremos para las siguientes generaciones? ¿Gente con título y sin conocimientos? ¿Gente que piensa que con ponerse guapa y subir las fotos a Instagram ha llegado a lo que tenía que llegar?

Me molesta la normalización de la deshonestidad, de la falta de integridad. ¿Alguien, en las jóvenes generaciones, recuerda el significado de “integridad”? No es culpa de ellos, claro. Es que no se lo enseñamos, ni como concepto, ni ofreciéndoles un modelo de actuación.

Lo curioso es que, en el deporte, a nadie se le ocurriría darle el mismo trofeo al equipo ganador que al perdedor. Todo el mundo encontraría ridículo organizar un torneo de tenis y que todos consigan la copa.

Pero aquí no se trata de competitividad, sino de formación, y formarse es un largo proceso que cuesta tiempo, trabajo, dedicación para llegar a resultados apreciables. No existen los atajos. Cuando alguien quiere ser escritor y encarga a alguien que le escriba un libro para después firmarlo con su nombre, tanto ese alguien como todos los demás saben que no es escritor, que se ha limitado a comprar los servicios de otra persona que sí lo es, y que, si presume de escritor, está mintiendo. ¿Es eso lo que queremos para los alumnos y alumnas de secundaria, que tengan un título que no está respaldado por los conocimientos adecuados? ¿Vamos a hacerlo también en la universidad? ¿Tendremos médicos, profesores, abogados, ingenieros que solo saben la mitad de lo que deberían saber y a los que les faltan algunas asignaturas de la carrera? Llevada la situación a este punto, cualquiera se da cuenta de que es una estupidez, que no no nos conviene socialmente hacer algo así. ¿Por qué antes, en la etapa secundaria, sí que nos parece bien? ¿Porque aún son muy jóvenes? Tienen dieciocho años. Pueden votar, pueden conducir, pueden casarse, comprar y vender, tener un pasaporte para viajar solos, tener hijos, si quieren... pero no nos parece bien frustrarlos al impedirles que acudan a una graduación que no se han ganado todavía.

En mi adolescencia ya me parecía curioso -de hecho me parecía simplemente mal- que a algunos de mis compañeros sus padres les hicieran grandes regalos -un coche, un viaje, una moto- al terminar el bachiller. Nunca acabé de entender que te hagan regalos por hacer bien tu trabajo o por cumplir lo que te habías comprometido a hacer. Si tu trabajo es estudiar, estudias, y cumples, el regalo (que no es un regalo, porque te lo has ganado con tu esfuerzo) es obtener el título y graduarte. Entonces sí que tienes derecho a la alegría, a la celebración, a las felicitaciones. Si no te lo has ganado todavía, tienes que esperar hasta que cumplas.

Muchas cosas han cambiado desde entonces. Muchas para bien. Otras no. Esta, en mi opinión, es una de ellas.

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