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En esta guerra, la primera víctima es la empatía

El cadáver de un israelí muerto en el ataque de Hamás.

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Antes de empezar a escribir estas líneas miro la aplicación del tiempo en mi móvil: 28 grados de máxima en la Franja de Gaza, un día soleado en un territorio bañado por las suaves olas del Mediterráneo, el otro rincón del mar nuestro. La previsión para los próximos diez días es igual de apacible, mínimas en torno a 18 grados y máximas similares. También me informa de que ha amanecido poco después de las seis de la mañana. No es mucho lo que podemos saber con certeza de la zona a estas alturas e incluso la información del tiempo es engañosa: en el infierno se superan sin duda los 28 grados. Cuando la verdad ya llega muerta a una guerra, ¿cuál es la primera víctima?

Hay más material informativo que nunca. O mejor dicho, más material. Que informe es dudoso. Hace días que dejé de navegar en redes sociales para tratar de saber qué estaba pasando. Vi el mensaje de un psicólogo previniendo a los usuarios frente a la brutalidad descarnada de las imágenes del ataque de Hamas en Israel y los bombardeos sobre Gaza, actos de crueldad inimaginables contra la población civil. Pensé: ha llegado el momento de hacerlo. Y lo he hecho. 

Me he impuesto una dieta informativa que me devuelve a viejos hábitos: la BBC, sólo en radio; el periódico, en papel o en modo lectura en el móvil. Sólo quiero posar mis ojos allí donde no me asalten los vídeos. Una amiga me cuenta que no consigue quitarse de la cabeza la imagen de una pila de cuerpos carbonizados. Ahora su descripción me persigue también a mí. No quiero ni acercarme a vídeos que se activan solos y se te instalan en el cerebro como un troyano. Pretendo ser dueña de mis globos oculares, dirigirlos a donde quiero ir, y no a donde otros me intentan llevar. En medio del horror sin filtros, el mejor servicio público que puede prestar el periodismo es filtrar. Sí, censurar, digámoslo sin ambages: retirar información circulante para ayudarnos a estar informados. En el teatro griego clásico, a los espectadores se les ahorraba ver la muerte de los personajes, por eso ocurrían ob skené, fuera de la escena. Lo obsceno: esa carnicería en bucle. Agradezcámosles a esos editores que, en silencio, visionen material y elijan cuál no deben hacer público: ellos bajan hasta las escombreras de algunas almas –humanas, mal que nos pese– para que no tengamos que descender nosotros. Y sin embargo, la impotencia del periodismo se demuestra en la masiva difusión de lo atroz. Hasta la Comisión Europea ha recordado a Tik Tok su obligación de proteger a la infancia.

Sabemos que se puede fabricar una foto del Papa Francisco con abrigo blanco, así que no deberíamos conservar ninguna ingenuidad respecto a la capacidad de las imágenes de demostrar nada. La verdad ya llega muerta a esta guerra y por eso la primera víctima es la empatía. La de israelíes y palestinos, respectivamente, desistió hace tiempo, aunque quedan algunas voces interesantes, por ejemplo, la de Ami Ayalon, almirante israelí en la reserva. Después de servir en el ejército, fue nombrado jefe del Shin Bet, el servicio secreto interior de Israel. Hace unos días decía en La Vanguardia: “Cuando matas a alguien como soldado, no importa quién sea. Cuando luchas con terroristas es diferente. Es personal. Debes saberlo todo sobre él: quiénes son sus padres, con quién reza, a qué escuela envía a sus hijos (…). Una vez sabes tanto sobre él, se convierte en un ser humano (…). Entiendes por qué lo hace. No estás de acuerdo pero empatizas, que es distinto de simpatizar”. 

Las empatías como la suya agonizan; la nuestra sobrevive amenazada. Cada acto de crueldad en la pantalla le asesta un nuevo golpe. Me pregunto si alguna universidad habrá estudiado cuántos actos de violencia brutal contemplan a lo largo de un año unos ojos humanos de 2023 y cuántos veían hace dos siglos. Al parecer aún hay dudas sobre el tipo de atrofia sensible que emerge de todo esto. Por mi parte, me esfuerzo por entender las motivaciones humanas detrás de cada atrocidad: leer me ayuda a hacerlo, ver imágenes sólo me desasosiega. Sofocar la empatía, aplacarla para que no resuene en nuestra cabeza, eso es lo fácil. Tratar de entender el caos interior de otros seres humanos resulta mucho más difícil. Si llegara a ver esas imágenes obscenas que aún no he visto, estoy segura de que rabiaría de indignación. Tal vez incluso lograra pronunciar una condena moral, la que me da acceso a un púlpito desde el que dirigirme a mis seguidores, y así empezar a seguirlos. Pero estaría más lejos de comprender. 

Acabando estas líneas, vuelvo a mirar la aplicación del tiempo. “Horas de luz restantes: 1h23min” en la Franja de Gaza. Allí y ahora, la expresión “horas de luz” cobra otro significado. Trato de imaginar cómo sería aquella orilla de clima apacible, bañada por las suaves olas del Mediterráneo, si sus gentes pudieran vivir en paz.

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