La tortuosa verdad
Marty Baron, el director del Washington Post, dio el jueves el discurso a los recién graduados de la Universidad de Harvard. Desde su casa, junto a un cuadro de una máquina de escribir antigua y otro de una cámara de fotos.
“Los hechos y la verdad son asuntos de vida o muerte. La manipulación, la desinformación y las mentiras pueden matar. Esto es lo que nos puede hacer avanzar: la ciencia y la medicina, el estudio y el conocimiento, la voz experta y la razón. En otras palabras, los hechos y la verdad”, dijo.
Es difícil encontrar un contexto en el que sus palabras tengan un sentido tan literal como en esta pandemia desde su origen. Lo que ha pasado en todo el mundo tiene mucho que ver con la persecución de médicos y periodistas por parte del régimen chino para que no alertaran sobre la existencia del virus. En semanas cruciales para el mundo, el régimen chino dio instrucciones para que el personal médico no utilizara equipos de protección para no levantar sospechas y logró engañar a las autoridades sanitarias internacionales, incluida la Organización Mundial de la Salud.
Pero incluso en democracias como España, Reino Unido, Italia y Estados Unidos hemos visto lo peligrosos que son los bulos sobre falsas curas o incluso la manipulación sobre la gravedad de la situación y la eficacia de las medidas de aislamiento.
Lo siguiente que dijo Baron en su discurso es que la prensa intenta cumplir con su misión “aunque sea de manera imperfecta”, con la habitual modestia del líder de algunas de las grandes exclusivas de nuestro tiempo. “Nuestra profesión tiene todavía muchos defectos. Y cometemos errores sobre los hechos, y errores de criterio. Muchas veces nos dejamos impresionar por todo lo que sabemos cuando en realidad falta mucho por descubrir”, dijo.
Habló de su trabajo “esencial”, pero también “arduo y tortuoso”. La búsqueda de respuestas en la ciencia que nos puede salvar de la peor crisis en décadas es, sin duda, “tortuosa”. Quienes más saben y quienes más cerca han estado de la tragedia son también los más inclinados a reconocer lo que nos queda por entender y a decir “no sé”.
En estos días de tantas palabras vacías y brutas que nos escandalizan a todos, existe una correlación directa entre la distancia a la que cada político se encuentra de la gestión del horror y la cantidad de exabruptos, bulos y afirmaciones contundentes que suelta. Esto se ve entre los miembros del Gobierno central y en la mayoría de los gobiernos autonómicos. Sucede también en el debate público más allá de los políticos: cuanto menos sabe alguien de los detalles de la epidemia más posibilidades tiene de soltar un grito sin matices y sin verdad.
Hace unos días, Mark Lilla, un profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, contaba en un artículo cómo “periodistas extranjeros” le preguntan “qué va a significar la pandemia para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el populismo, el futuro del socialismo, las relaciones entre razas, el crecimiento económico, las universidades, la política de Nueva York York y más”. “Parece que se quedan muy decepcionados cuando les digo que no tengo ni idea”.
En España, por mucho que la confianza en las instituciones públicas esté muy baja y por mucho que lo que pase dependa del comportamiento individual que se suma en un impacto colectivo, seguimos necesitando a líderes que respeten la ciencia, el conocimiento, “los hechos” y admitan todas las limitaciones y matices que eso tiene. Las dudas de los científicos y los cambios en las recomendaciones de salud son parte de un proceso inquietante pero inevitable mientras seguimos probando cómo combatir el virus con muchas preguntas sin respuesta. También necesitamos políticos que pierdan menos los nervios en público.
El panorama es bastante desolador en muchos países que están atravesando por la misma tragedia e incluso se encuentran ejemplos mucho peores que los de cualquier político español. Aquí no tenemos a ningún Boris Johnson que se haya empecinado en hacer un experimento con la población y haya llevado al país a tener la única curva europea que no se dobla a estas alturas. No tenemos a ningún Donald Trump que anime a tomar pastillas peligrosas o se niegue a ponerse una mascarilla.
Tampoco tenemos a una científica como Angela Merkel para explicar con el mismo cuidado qué significa cada paso ni una Jacinda Ardern para tomar las medidas difíciles y animarnos con sus Facebook Lives caseros. Pero, incluso sin su conocimiento y su sensibilidad, sí tenemos políticos que pueden imitar su tono y su compostura. Si no lo consiguen en la sustancia, al menos en la forma.
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