El hombre que cambió la ciencia por las colas
Manuel (nombre supuesto) decidió dejar la citogenética molecular para centrarse en las colas. No es que el mundo de la morfología cromosómica no le gustase. Al contrario, le entusiasmaba. Pero más le entusiasmaba vivir (entiéndase: alimentarse, dormir bajo techo, calentarse cuando hace frío y divertirse de vez en cuando).
En el laboratorio, Manuel cobraba 1.160 euros netos al mes. Estaba por entonces dando los últimos pespuntes a su tesis doctoral, una original aproximación al tratamiento de la leucemia mieloblástica aguda. Pespuntes a los que solo podía dedicar unas pocas horas al día, porque el grueso de la jornada se la pasaba investigando el SARS-CoV-2.
Era un trabajo satisfactorio. Más que eso. Manuel sentía que estaba contribuyendo al progreso de la humanidad, nada menos. Hasta se le hinchaba el pecho un poquitín cuando lo pensaba. Subido a hombros de los gigantes que le precedieron (Mendel, Franklin, Watson, Crick), se rompía los cuernos para entender los mecanismos de aquel microscópico bastardo monocatenario que tenía al planeta entero contra las cuerdas.
Para Manuel eso era lo mejor de la ciencia: tratar de comprender lo que nadie comprende todavía, esforzarse por ver lo que ningún ser humano ha visto. Pero entonces, un martes aciago, el jefe de grupo lo citó en su despacho. (La verdad es que no era un auténtico despacho, sino, más bien, un almacén con ínfulas). Con mucho pesar, le dijo su jefe, no podía garantizarle su plaza más allá de mayo. Algo de un convenio que se caía, de un patrono que se marchaba. “¿Y mi tesis?”, preguntó Manuel al borde de las lágrimas. “¡Solo me queda un año!” El jefe se encogió de hombros.
De nada le sirvió enfadarse ni protestar. En unos meses estaría en la calle. Por supuesto, no había manera de que Manuel acabase la tesis en ese plazo. Como es bien sabido, la citogenética molecular no entiende de prisas. Desesperado, actualizó su LinkedIn, escribió a viejos amigos, buscó becas europeas, americanas, africanas y hasta alguna de Oceanía.
Así fue como, de pura chiripa, se topó con una web que hablaba del para él desconocido mundo de las colas. Bastaba con descargarse una aplicación, registrarse y confiar en que alguien requiriese tus servicios. El usuario pagaba 12,84 euros la hora, de los cuales el esperador se llevaba 9.
Manuel tenía sobrada experiencia esperando. Llevaba toda la vida haciéndolo, literal y metafóricamente. Dominaba la espera en su extensa envergadura polisémica, y así lo reflejó en su perfil: “Manuel. Esperando desde 1995”. No tardó en recibir las primeras ofertas. Al principio, intentó combinarlo con su trabajo en el laboratorio, pero el de la cola era un oficio exigente. Debía comprometerse al cien por cien, de modo que acabó abandonando la citogenética molecular mes y medio antes de que esta lo abandonase a él.
Se volcó en la espera. Esperó ante una farmacia de la Gran Vía y ante la oficina de inmigración. Esperó ante toda clase de edificios institucionales y ante empresas privadas, ante grandes comercios y ante tiendas de barrio. Cada poco tiempo, calculaba cuánto le quedaba hasta la puerta e iba informando a su cliente a través de la app: hora y media, 50 min, 20 min, 10 min, ve acercándote… Y ya estaba. Ese era todo su trabajo. Esperar sin culminar nunca la espera, sin llegar a ninguna parte.
Si hacía calor, se ponía bermudas; si llovía, chubasquero. No hablaba con nadie, no escuchaba música, no comía. Se limitaba a mirar al suelo alternando el peso de un pie al otro por aquello de la trombosis.
A medida que Manuel fue acumulando experiencia, se hizo un nombre como esperador. Cinco estrellas, 100% de satisfacción en las valoraciones de los usuarios. “¡Nadie espera como Manuel!”, decía un entusiasta comentario (compra verificada). “Cumple lo que dice la descripción”, aseguraba otro. “Volvería a contratarle para que espere por mí”.
No tardó en ganar más que en el laboratorio. Y, con el paso del tiempo, es ley de vida, Manuel se fue olvidando de sus ambiciones. Asumió que, a pesar de su talento y de sus ganas, a pesar del esfuerzo de sus padres por pagarle la carrera y del suyo propio para completarla con una media de nueve, no había nacido en el país correcto. Cosas del azar, qué le vamos a hacer. Este no es país para descubridores ni para innovadores. Este es el país de esperar. Y seguir esperando.
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