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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Huyendo de la mediocridad con Jesús Quintero

El periodista Jesús Quintero durante un pregón con motivo de las fiestas de San Juan del Puerto (Huelva)

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Muere Jesús Quintero y España se abre en llanto por el gran comunicador al que tenía aparcado desde hace mucho tiempo en el limbo del silencio mediático. Ni siquiera es un reproche, sino una constatación. Lo llamativo es de qué forma anidó en nuestras vidas para que ahora su desaparición haya producido este impacto. Porque parece sincero, no solo fruto de la clásica necrofilia española. Los locos de la colina del loco Jesús Quintero nos vamos reconociendo para hacernos preguntas. Igual no todo está perdido. Igual es hora de repensar el presente y recoger su siembra de palabras en la noche y dar forma a sus sueños que no eran tan imposibles.

Se esmeran las necrológicas de tan potente personaje, no por casualidad. En una, desde Sevilla, Chema Rodríguez, se dice: “De lo que no se daba cuenta El Loco era de que ese mundo ya no era el suyo, que había cambiado y que giraba mucho más rápido, demasiado rápido para un genio que dominaba como nadie los tiempos pausados y, sobre todo, el silencio que el ruido hace tiempo que ahogó”. Ése es el problema. Él invitaba a reflexionar con palabras y silencios, hagámoslo: es importante.

El mundo se desmorona, como diría Ingrid Bergman en Casablanca, y hay que encontrar una luz y un asidero para remontar. Sobre los muertos reales de Ucrania se levantan imponentes discursos patrióticos, un generalote retirado del Ejército norteamericano pide en CNN lanzar un ataque nuclear a Rusia. Aún sigue campando a sus anchas el que pedía aquí fusilar a 26 millones de españoles que no le gustan. Y esa derecha que busca es jaleada y promocionada para ser llevada en alzas a La Moncloa así se corrompa y mienta.

Y, sin embargo, están los demás, los otros, nosotros. En ese luchar cada día o relajarse, por vivir, por amar la vida y disfrutarla. Construyendo realmente. Hasta el gobierno gobierna aunque las urnas mediáticas le nieguen el pan y la sal.

En los años 80´, cuando surgió Jesús Quintero en RNE, España afrontaba su gran oportunidad de cambio. Con ganas. Se hizo mucho, parecía que se hacía mucho, pero fue demasiado lo que quedó atado y bien atado aunque las cuerdas se ocultaran. Todo cambio retuerce para bien o para mal. Eran tiempos de ida, a pesar de todo.

Y allí estaba El Loco de la colina. Nutriendo y elevando las noches, insomnes sin querer o por propia voluntad, llenándolas de contenido. Lanzando palabras como semillas: “Yo tengo las semillas suficientes para insistir cada noche y no descansaré hasta que vea crecer el árbol del amor y la solidaridad en tu corazón. No me importa que la mayoría de mis semillas caigan sobre la roca o se las lleva el viento. No me importa porque sé que algún día, una, quizá la más pequeña atravesará todas las barreras y llegará a su destino y allí germinará tarde o temprano”.

Loco inmensamente cuerdo, rebelde, empecinado en combatir la mediocridad, la banalidad que emergía ya para quedarse, Jesús Quintero, alertaba con el amor que busca plenitudes y se resiste a darse por vencido. Tan creativo y poco convencional como para bajarse de la colina y ser perro verde y rodearse de ratones coloraos.

“El mundo entero se está creando a la medida de esta mayoría de analfabetos: todo es superficial, frívolo, elemental, primario... para que ellos puedan entenderlo y digerirlo”. Y casi todavía no había empezado lo que ya es una gran plaga. Jesús Quintero arrasaba en audiencia con un discurso enriquecedor, estimulante. La pobreza de hoy descompone. Y es esa diferencia la clave de los lodos que hoy nos anegan. Aquella España existía como con seguridad existe ahora, agazapada quizás para que no le envuelva ese inmenso manto de estupidez. “Parece más cómodo y más rentable imitar lo mediocre, lo feo, lo vulgar, lo estúpido, lo fácil, lo que está al alcance de cualquier cretino con marketing y caradura. Si crees que exagero, siéntate delante de la tele y paséate con tu mando a distancia por la programación de los distintos canales”. Eso es tener visión de futuro porque el gran monstruo apenas estaba apareciendo.

Y el periodismo, sí. Preguntas incisivas y silencios buscando respuestas sin conformarse. El periodismo capaz de sentar a una mujer vital como pocas, Rocío Jurado, a hablar de su enfermedad irreversible para decir cómo es vivir sin futuro. Y lograr que termine la entrevista cantando porque la vida es vida hasta que se acaba.

Y de criticar con firmeza el uso sucio del periodismo. “¿Te imaginas que con la fuerza que tiene la televisión, yo te señalara desde aquí con mi dedo acusador y le gritara a la audiencia, a por ella, a por él…? ¿Que mintiera y manipulara para defenderme? O defender a mis colegas por indefendibles que fueran sus actos o sus palabras?”

Le costó carísimo decirlo, no fue un periodista cómodo, pero ahí está para dejar su eco en otras voces. Porque es necesario. “No conozco el desaliento, decía, estoy hecho a prueba de fracasos. Por mucho que te escondas, algún día te acabaré encontrando. Estamos condenados a entendernos y de ahí al amor solo hay un paso, un paso que casi siempre se da.

Vivimos tapados por un ruido inmenso, adocena desde las pantallas y altavoces, desde cualquier dispositivo de comunicación. Sirve a un propósito devastador: hacer pasar por bueno a quienes buscan el mal común para repartirse el botín entre sus elegidos.

Éramos muy jóvenes, en esa edad en la que no se piensa el futuro y no se aprecia en su dimensión el presente. Jesús Quintero decía: “El tiempo no es como el cartero que siempre llama dos veces. Los días perdidos se pierden para siempre. Cada instante es único y los que no se viven se quedan sin vivir”.

82 años nutridos, con amor y dejando huella no es un mal balance. Pero la siembre de la racionalidad, el compromiso irreductible, debería seguir por el bien de todos. Preguntas al viento, con sus preposiciones precisas y un punto de humor. Lo que importa es el mensaje. Hay aún una colina en lo alto, con buena visión, a la que no tizna -porque nunca puede alcanzarla- lo zafio y la mediocridad.

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