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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Qué jolgorio de violación, qué regocijo de agresión

Protesta en Santander contra la sentencia del caso 'La Manada'.

José María Calleja

Por empezar por lo bueno, digamos que nunca antes en España se había producido un nivel de indignación explícita, manifestada en la calle, contra una sentencia que condena por abuso y no por agresión a una mujer realmente violada.

La sentencia que condena a los cinco individuos integrantes de la autodenominada manada ha provocado una reacción en la calle, y en los medios de comunicación, como nunca antes había existido en otros casos en los que las mujeres han sido violadas o asesinadas por hombres, casi siempre en medio del silencio general.

Creo que es necesario vincular esta reacción ciudadana con la movilización masiva y novedosa que por la igualdad y los derechos de las mujeres se produjo en toda España el pasado 8 de Marzo. La certeza de que entonces se explicitó una movilización por los derechos de las mujeres, de envergadura inédita en España y que iba a cambiar las cosas, se confirma ahora con la protesta sostenida contra la sentencia de la Manada. En ambos casos con una importante presencia de mujeres jóvenes, hijas o nietas políticas de las primeras mujeres feministas.

La movilización feminista ha supuesto una ocupación del espacio discursivo, de la agenda, de los medios, de la propia calle, que ha estrechado extraordinariamente los espacios, las praderas, de monocultivo del machismo, vigentes sin disputa hasta no hace tanto. No hay marcha atrás en esta pujanza feminista y esta es una buena noticia para la democracia.

Luego hay que seguir por lo malo, calificar los hechos de abuso y no de agresión, y la puñalada de un voto particular de un juez que es más largo que la sentencia en sí misma, algo así como si el prólogo del libro tuviera más páginas que el texto del autor. Voto particular que percibe “jolgorio”, también lo hace la sentencia, y “regocijo” y no aprecia signos de “violencia, fuerza o brusquedad”, voto en el que el juez Ricardo González se atropella a sí mismo en una concatenación de adjetivos: “impide sostener cualquier sentimiento de temor, asco, repugnancia, rechazo, negativa, desazón, incomodidad”, por parte de la violada. Esta exuberancia adjetivadora por parte del juez particular sería merecedora, pienso yo, de algún tipo de investigación por parte del Consejo General del Poder Judicial, cuyas tareas concretas, más allá de la conspiración permanente, desconocemos todos. Debería merecer sanción preguntar a una violada si sintió dolor.

A pesar de lo profundamente machista del voto del particular juez, lo que no merece es que el ministro de Justicia, Rafael Catalá, atribuya a peculiaridades “singulares” del sujeto, al parecer conocidas por los jefes de los jueces, la elaboración de ese voto particular. Parece que Catalá, asustado ante la proliferación de frentes abiertos, ha tratado de neutralizar la indignación de las mujeres poniéndose él también en pie de indignación contra el particular.

En un debate en el que estuve la semana pasada, uno de los jueces que asistía dijo, muy serio, que las palabras daban igual, que daba lo mismo hablar de abuso, de agresión o de violación. Me quedé estupefacto. Sabemos que las palabras crean y construyen la realidad, sirven para definirla, entenderla y cambiarla. En el caso de los jueces, son determinantes también para que te condenen a nueve años de cárcel, abuso, o a dieciocho, agresión. Como para que den igual.

Los jueces, incluso los autodenominados demócratas, han dicho que la movilización en la calle, las denuncias a la sentencia ponen en cuestión al propio poder judicial y dicen que ellos se ven obligados a redactar las sentencias teniendo siempre muy en cuenta la jurisprudencia, las sentencias sobre casos semejantes.

Claro, ahí está el problema, que en este país ha habido jueces capaces de escribir en una sentencia que “la mujer se puso en disposición de ser utilizada sexualmente”, o de preguntar a la víctima de violación si había cerrado suficientemente las piernas.

Las víctimas de violación, como las victimas de otras violencias machistas, son las únicas obligadas a dar explicaciones. No solo ante los jueces, o ante los abogados defensores de los criminales, también, en algún caso, ante los medios de comunicación y ante una opinión pública hasta ahora mayoritariamente machista.

A todas las demás víctimas se las trata de manera omnicomprensiva, incluso con el paternalismo de darles siempre la razón, aunque no necesariamente la tengan. A las víctimas de violencia machista, de violaciones, se trata de empatarlas con sus criminales, o de convertirlas en culpables a base de repetir: “algo habrá hecho”.

Este discurso de culpabilidad de las mujeres víctimas es lo que se está quebrando desde hace un tiempo en nuestro país, con los hitos recientes del pasado 8 de marzo y de las manifestaciones contra la sentencia de la Manada. Esto es lo que deberían tener en cuenta los jueces a partir de ahora en sus sentencias, que no son sino interpretación de hechos. Las mujeres no son las culpables de que las violen o las asesinen. Hay una característica que unifica a todos los violadores y a todos los criminales que asesinan a mujeres: son hombres.

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