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Cosas absurdas en el Congreso de los Diputados

Elvira Navarro

La jornada de puertas abiertas no puede ser más que pura paradoja en estos días en los que se ha aprobado el anteproyecto de la Ley de Seguridad Ciudadana. Y es que, a tenor del celo con que se le protege en el anteproyecto, el Congreso parece más un palacio donde los reyezuelos se perpetúan a costa del pueblo que un lugar donde se representa a los votantes.

¿Temen las autoridades al gentío que hace hoy cola para visitar el hemiciclo y las dependencias adyacentes? Hay, desde luego, mucha policía pero ninguna tensión, pues quienes estamos aguardando para entrar somos como los visitantes de un museo: venimos a mirar, y quién sabe si a admirar, el decorado del poder. Respetamos las jerarquías. Esto ocurre siempre cuando entramos en casa ajena: aunque no nos guste su morador, nos mostramos corteses en su salón y ni se nos pasa por la cabeza tumbarnos en su cama o abrir el frigorífico para coger un yogur sin su permiso. Sin embargo, el Congreso no debería ser tan ajeno. Estaría bien que a cualquiera de nosotros se le ocurriera al menos comentar algo sobre su funcionamiento. Pero no: somos extraños penetrando en una de esas lujosas moradas vistas en la prensa o por la televisión.

Café con leche, chocolate o caldo: he aquí los líquidos calientes que se reparten en la carpa habilitada para recibir a los visitantes, que llegan con los pies fríos tras hacer veinte minutos de cola por Zorrilla y Fernanflor. En esta última calle, en el edificio que hace esquina, hay una bandera descolorida, más parecida a la de Austria que a la de España, colgada de un balcón. En Jovellanos, uno de los pisos del inmueble se muestra batallador: luce una pancarta con el lema “Ladrones” y sendas camisetas de las mareas verde y blanca que apuntan al Congreso. En la entrada han colocado una rampa con una alfombra roja, y la visita está señalada con carteles explicativos. Son escuetos: se quiere evitar que la gente se aglomere.

Casi todo es siglo XIX: los muebles, las lámparas, los retratos de los políticos. Hay una dependencia llamada Salón de Pasos Perdidos: hagan sus metáforas. Es posible tomar fotos y sentarse en los escaños rojos, pero no en los azules, que son los del Gobierno. El poder es rojo o azul, el azul está por encima del rojo y no se contemplan otros colores: ¿a qué les suena?

Una señora despistada se sienta en el escaño de Rajoy; otra duerme en el de María Teresa Martín Pozo. No hay fervor de fotos para enviarlas por el móvil a los amigos y a la parentela porque la media de edad anda entre los sesenta y los setenta. Todo el mundo quiere ver los asientos de los políticos más famosos, como si fuera un valor observar dónde apoya el culo Rubalcaba. También se juega al quién es quién: exhibir conocimientos dota de un poder que en estas situaciones es ridículo, sólo sirve para pavonearse. Muchos de quienes han pillado escaño se quedan ahí sentados un buen rato, mirando y quizá evitando el obligatorio tránsito.

En la primera ampliación, de 1980, hay obras de Salvador Victoria, de Pablo Palazuelo, de Juan Calonje, de Luis Pega, de Sergi Aguilar, de Javier Abad, de Fernando Verdugo y de Pilar Cavestany: no hay paridad en la elección de arte. ¿Debería, puesto que estamos en el Congreso? ¿Hacia qué lado tendría que inclinarse aquí la balanza de la ejemplaridad? Tampoco hay paridad en la segunda ampliación, de 1994: dos mujeres, Chari Goyeneche y Olga Billoir, entre media docena de hombres.

En esta segunda ampliación están los despachos de los diputados, y llama la atención los de UPyD porque en su sección han colgado un cuadro donde Carlos Martínez Gorriarán, Irene Lozano, Álvaro Anchuelo, Toni Cantó y Rosa Díez aparecen dibujados a lo Jordi Labanda. Es tan chick-lit.

Hay algo básico que cualquiera que escriba desde el respeto al receptor de su texto sabe: que el lector no es tonto. Digo esto porque lo más inquietante de esta visita es un librillo que se reparte en la primera ampliación titulado “Conociendo El Congreso de los Diputados”, y que evidencia lo poco que nuestros gobernantes nos respetan, esto es, lo poco que nos temen a pesar de todas las medidas tomadas en los últimos tiempos (¿acaso tratan, simplemente, de hacernos creer que el enemigo es poderoso mientras ellos se ríen?).

En el tal librillo, con su redacción simplona y sus mensajes para alumnos de guardería, nos explican, por ejemplo, que los diputados apuntan en sus agendas lo que tienen que hacer (Dios, ¡jamás lo habría imaginado!).

Nos ilustran sobre cómo un joven diputado ha de conducirse:

  • “Entre polveras, actas de sesiones y libros, David se siente abrumado por el peso de la Historia”; “a Pilar [otra diputada ficticia] le gusta sorprender a David ante el retrato de Mariana Pineda y encandilado por el hecho histórico que en él se representa”.

Nos alumbran sobre lo buenísimos que son nuestros representantes:

  • “La semana siguiente, coincidiendo con la despedida de Pilar, David y un grupo de Diputados, de diferentes Grupos Parlamentarios le han organizado una despedida ¡Ella se siente abrumada y feliz! Y tiene, también, algo para David, su libreta, con los detalles sobre las tareas de un Diputado, sus empeños en conseguir lo mejor para los ciudadanos y, también, una divertida recopilación de anécdotas de sus más de 35 años como Diputada”.

En la última página de su libretita, la tal Pilar escribe una dedicatoria a su joven compañero. “¡Él se siente afortunado!” (por cierto, que no soy yo la que siembra mayúsculas a voleo: “Historia”, “Diputados”, “Grupos Parlamentarios”, “Diputado”; ni quien añade una innecesaria coma ni omite un punto y seguido; en fin, algún otro matiz hay, pero dejémoslo pasar).

Voy a llorar de emoción. ¿Ustedes, no?

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