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Koldo, Ábalos, Ayuso, su hermano y el contrato social

Koldo García, exasesor de José Luis Ábalos.

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Por mucho que una parte del país lleve años abonada al catastrofismo y la autoparodia, España y sus diferentes administraciones funcionaron razonablemente durante la crisis del coronavirus. La explicación primera, no obstante, está a miles de kilómetros, en Bruselas. Los libros de historia ensalzarán la respuesta europea a la peor pandemia en un siglo: una solución socialdemócrata que supuso multiplicar el gasto y la deuda para comprar vacunas, pagar subsidios, garantizar el consumo y evitar el desplome total de la economía. Se salvaron cientos de miles de empresas, millones de puestos de trabajo, y lo más importante, incontables vidas. Lo opuesto a las recetas neoliberales que amplificaron el desastre tras la crisis financiera de 2008. 

Durante la emergencia sanitaria nadie invocó la mano invisible del mercado ni ningún otro ungüento 'neocon'. Con la economía mundial al ralentí, funcionó lo público y las políticas económicas expansivas para salir del 'crack'. 

La segunda razón se explica por un Estado autonómico que, pese a las interminables críticas, también respondió: el Gobierno centralizó la compra de vacunas pero fueron las comunidades las que pusieron las dosis en un tiempo récord. Es cierto que muchos hospitales colapsaron, que las residencias de mayores enseñaron todas sus costuras y que mucha gente murió por ellas. Parte del diagnóstico habría que buscarlo en una década de recortes, sin negar que casi ningún país del mundo demostró estar preparado para afrontar una hecatombe propia de una película de ciencia ficción.

Una sociedad madura habría aprovechado además estos dos últimos años para hacer balance de lo que falló, lo que se necesita mejorar o qué hay que cambiar en el modelo de residencias a la vista de los avances científicos que permiten vivir cada vez más años. Esto último ni ha pasado ni hay ningún indicio de que vaya a pasar, pero mereceríamos que pasase. 

Todo lo vivido a partir de mediados de marzo de 2020 en España se fraguó sobre un pacto social. Un acuerdo tácito entre ciudadanos y gobernantes que no quedó escrito en ningún sitio pero que sirvió. La inmensa mayoría de la población cumplió sobradamente. Desde los sanitarios, que se jugaron sus vidas –y muchos la perdieron– para salvar otras, policías, peluqueras, bomberos, profesoras, reponedores de supermercados, taxistas, agricultores, empleados de gasolineras. Todo eso que entonces llamamos “sectores esenciales”.  

Cumplió también muy mayoritariamente la población a la que por primera vez en siglos se le exigió encerrarse en sus casas. La inmensa mayoría lo hizo sin rechistar. Aplaudió desde los balcones a médicos, enfermeras, auxiliares, conductores de ambulancia, a todos aquellos que nos cuidaron. Cumplió una generación entera de adolescentes con su rebeldía y sus hormonas intactas a los que sólo se les dejaba salir unas horas contadas, casi nunca de noche. E incluso miles de niños que dejaron de ser bebés y tardaron meses en poder bajar al parque. 

Mientras todo eso pasaba en la calle y, sobre todo, en los domicilios particulares, en la Moncloa, en todos los ministerios, en los gobiernos autonómicos y en los ayuntamientos de todos los colores políticos sudaban tinta para lograr material que protegiese a los funcionarios que se estaban jugando la salud en jornadas que no acababan nunca. 

Este era el acuerdo: la sociedad cumplía con reglas nunca antes vistas mientras la política hacía lo posible por salvarnos.

En ese contexto se añadió alguna letra pequeña a aquel pacto social: los gobiernos propusieron eliminar los controles en las adjudicaciones públicas para que la burocracia no retrasase más la llegada de guantes y mascarillas que podían salvar vidas. Lo planteó el Consejo de Ministros que presidía Pedro Sánchez en un decreto que aprobó el 27 de marzo de 2020, trece días después de decretar el estado de alarma. Ese día, el 27 de marzo, murieron en el país 909 personas. Dos jornadas más tarde, el 29 de marzo, se batió el que quedaría como récord de toda la pandemia: 913 fallecimientos en 24 horas. 

Ese era el contexto en el que la sociedad aceptó eliminar los controles en los contratos públicos para poder conseguir guantes, batas, mascarillas y respiradores como fuese, en el gigantesco mercado persa que era un planeta entero intentando protegerse.

El artículo 16 de ese real decreto decía en su punto segundo: “A todos los contratos que hayan de celebrarse por las entidades del sector público para atender las necesidades derivadas de la protección de las personas y otras medidas adoptadas por el Consejo de Ministros para hacer frente al COVID-19, les resultará de aplicación la tramitación de emergencia. En estos casos, si fuera necesario realizar abonos a cuenta por actuaciones preparatorias a realizar por el contratista, no será de aplicación lo dispuesto respecto a las garantías en la mencionada Ley 9/2017”.

El punto tercero establecía: “El libramiento de los fondos necesarios para hacer frente a los gastos que genere la adopción de medidas para la protección de la salud de las personas frente al COVID-19 podrá realizarse a justificar”.

El cuarto iba aún más lejos: “Cuando fuera imprescindible de acuerdo con la situación del mercado y el tráfico comercial del Estado en el que la contratación se lleve a cabo, podrán realizarse la totalidad o parte de los pagos con anterioridad a la realización de la prestación por el contratista, en la forma prevista en el apartado 2. El riesgo de quebranto que pudiera derivarse de estas operaciones será asumido por el presupuesto del Estado”. 

Todo eso lo aprobó el Gobierno, lo admitió la sociedad como un mal menor y lo ratificó después el Congreso de los Diputados. Mientras contenía la respiración, un país entero que lloraba a familiares muertos por miles, muchas veces sin poder despedirse de ellos, asumió que había que traer el material como fuese, al precio que hubiera que pagar. Eso incluía poder contratar con todo el que tuviese acceso a material sanitario. 

Cuatro años después de aquello sabemos que el hermano de la presidenta de la Comunidad de Madrid aprovechó aquella falta de controles para cobrar una comisión de casi 300.000 euros por un pedido de mascarillas que el Gobierno regional encomendó a la empresa de un amigo de la infancia de Isabel Díaz Ayuso y de su familia. Los tribunales han determinado que todo fue legal porque precisamente por esa situación de emergencia se eliminaron los controles que impiden a los políticos contratar con familiares y amigos. El sobreprecio que pagaron los ciudadanos de Madrid por ese material fue del 200%. De ahí salió el dinero para las comisiones del hermano de Ayuso. 

Desde la semana pasada también sabemos que un asesor del ministro José Luis Ábalos, Koldo García, hoy imputado por un rosario de delitos, también se embolsó un dineral como comisionista por material que vendieron terceros al ministerio donde asesoraba y a otras administraciones.

A diferencia del hermano de Ayuso, que pidió factura de todo y se las presentó a la Fiscalía alegando que solo era un comisionista más, todo legal; a Koldo García se le acusa de cobrar el dinero en negro y de invertirlo en pisos. A diferencia del hermano de la presidenta, él estaba a sueldo de la Administración y no podía facturarle a los proveedores de la administración.

Ábalos y Ayuso han repetido que no sabían nada, ni de las comisiones del asesor ni de las del hermano. 

Más allá de la camiseta del partido con la que se quiera afrontar el debate sobre las dimisiones y una vez que ambos casos han roto el contrato social que permitió gestionar la crisis del coronavirus, la pregunta que puede hacerse la sociedad es si en la siguiente pandemia –ojalá no la haya y no se tengan que relajar de nuevo los controles de contratación– deben ser Ayuso y Ábalos los que sigan ahí con sus parientes y asesores de comisionistas.

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