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Libertad para lo mío

Novak Djokovic en una imagen de archivo.

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“La única ley que deberíamos respetar es la del amor” decía la pasada semana Jelena Ristic, mujer de Novak Dkokovic. Imaginaos los juicios llenos de exenciones por afecto. ¿Cómo se declara el acusado? Culpable, señoría, pero de amar. En ese caso, alguacil, deje a ese hombre libre. Precisamente la libertad es el concepto al que tanto remiten estos días los defensores del tenista. Libertad para cumplir o no las normas, pero no para que éstas existan. Libertad, básicamente, para lo mío.  

El caso de Novak Djokovic tiene todos los ingredientes para convertir en mediática una cuestión que, a estas alturas de la pandemia, debería estar más que superada. Y que, de hecho, lleva afectando a todos los ciudadanos australianos desde que, ante los primeros brochazos del virus, el país cerró a cal y canto. Los australianos han soportado mediáticamente algunas de las prohibiciones más estrictas del mundo para prevenir la propagación del COVID, incluidos bloqueos y la imposibilidad de viajar durante muchos meses.

Djokovic tiene todo el derecho del mundo a no querer vacunarse, de la misma forma que tiene derecho a creer que al agua se puede convertir en potable con el poder del pensamiento positivo, que las moléculas reaccionan a nuestras emociones, o que te pueden diagnosticar celiaquía colocándote una rebanada de pan en el estómago; de la misma forma que yo tengo todo el derecho del mundo a creer que me voy a tomar únicamente una caña, o que el Celta puede ganar la liga. Pero, más allá de  creencias o autoengaños personales, Djokovic, y su tumulto de asesores, conocían perfectamente la posibilidad de que su visa fuese cancelada. Todavía hay muchas incógnitas sobre su caso. Según los documentos del torneo, la fecha límite para solicitar una exención era el 10 de diciembre, días antes de la notificación de su positivo por covid. La semana pasada, el primer ministro Scott Morrison dijo que “las reglas son reglas” y que todos deben seguirlas. 

Es más que constatable la evidencia de que, con las cifras de contagios actuales por ómicron o a saber cuántas más variantes de nombres telefílmicos, la vacuna está reduciendo la gravedad de los síntomas y, por tanto, está reduciendo el número de hospitalizaciones y fallecidos. También es evidente que la saturación hospitalaria ha aumentado los tiempos de espera en el tratamiento de otras enfermedades que llevan dos años sentadas en las salas de espera de brazos cruzados. En otras palabras, si el objetivo no es solo prevenir los casos más graves, sino también mejorar la situación global en términos sanitarios, las vacunas son fundamentales. Por supuesto, también existe la libertad de no creer en las evidencias y llamar necio al que sí cree en ellas, faltaría más. Libertad para ver blanco lo que es negro.   

Ahora mismo nos movemos en el difícil equilibrio entre el libre rechazo a la vacuna y el riesgo prevenible que conlleva esa libre elección personal. Hablamos de una emergencia de salud pública que requiere de un debate bastante más amplio que la indignación fugaz por una celebridad antivacunas. Es imposible hacerle match point a un virus que exige de todos, si algunos se dedican a desmontar test de antígenos en casa para demostrar la supuesta farsa, o si otros se erigen portavoces de la resistencia, Espartacos del mundo libre, embajadores de la estulticia desde la habitación de un hotel. Quizá lo peor del caso Djokovic es que invita a que los articulistas empleemos malísimas metáforas deportivas. Yo, por supuesto, no iba a ser menos.  

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