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Los libros al revés

Libros.

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Cuando los termómetros estaban más calientes que el palo de un churrero, y el sur del Sur balbuceaba envuelto en la calma del Levante en calma, me he dado de bruces con una novela que ha esperado una vida a que la leyera. La he reencontrado en la maravillosa biblioteca estival de la doctora Garicano, donde los libros viven al revés, una moda surrealista que desconocía, pero que entre los decoradores ha cobrado cierto furor, el de la banalidad de una cultura camino de la reserva.

En unas estanterías encaladas, como el Cádiz que se derrama desde Grazalema hasta el Océano, las páginas mostraban sus blancas entrañas mientras velaban los lomos que las sujetaban: sobraba magnetismo para olvidar la comida que alegre y ruidosa tenía lugar en el porche, y sumergirme en otra realidad, que cuenta quizá porque nadie la cuenta. En esa biblioteca que no lo pretendía descubrí con agrado que los libros no habían sido elegidos solo por razones estéticas ajenas a su pudoroso interior, si bien la traslación y rotación los habían ordenado con una simpática arbitrariedad. Al azar realmente ciego, el tomo de Justine fue el primero que cayó en mis manos; a partir, de ahí me lancé a la caza de Balthazar, Mountolive y Clea, a base de poner el revés al derecho, que es lo que en cierto modo pretende el escritor británico Lawrence Durrell en su tetralogía alejandrina. Estaban los cuatro tomitos, y, además, intactos. Quienes no comparecieron fueron el profesor que infructuosamente me incitó a leerlos, ni mis compañeros de pupitre interesados entonces en otros avatares, esos que como ahora conforman un metaverso distante y distinto: en ambos casos, la vida se aleja al vivirla.

Muchos lustros después de mi primera curiosidad juvenil, solo tenía que decidirme, estirar la mano y empezar. Los mismos ojos de un lector diferente recorrerían las mismas páginas. El sofocante calor anunciado sería la coartada y el puente a la ciudad egipcia, que se encontraba a las puertas de la Segunda Gran Guerra. El Cuarteto de Alejandría hay que leerlo bajo un cielo azul, con prisa, pero sin tenerla.

Como apunta Durrell al inicio de Clea, la última perspectiva que dota de dimensión temporal a las narraciones que la preceden: “me encontraba cara a cara con la naturaleza del tiempo, esa dolencia de la psique humana”. Antes acababa de escribir: “Recrear la realidad, palabras temerarias y presuntuosas, por cierto, pues es la realidad la que nos crea y recrea en su lenta rueda”. El paso inexorable de los días, que cuajan en años sin darnos cuenta, hunde nuestros recuerdos en un magma tan denso como caprichoso, del que emergen con una lógica cuando menos desdibujada, porque las cosas son justamente lo que son cuando no lo parecen.

Los sueños, como las bicicletas, son para el verano, cuando el tiempo cronológico cede la precedencia a la ucronía de lo que no ha pasado, pero podría haber sido una realidad paralela; se trata, a la postre, de los recuerdos que se amalgaman con la memoria de lo imposible, aunque anhelado. Los arcanos de la conciencia afloran a partir de detalles inconexos que conforman una lógica aplastante; pujan por fluir hasta el ahora de ahora con un colorido atenuado. Tras esos embates oníricos, uno se despierta pero no del todo.

Si somos tanto lo que recordamos como lo que olvidamos, ¿por qué la memoria atesora unos contenidos mientras despeja otros? ¿Será un signo de higiene o de capricho? Solo en la mente de Borges cobró imaginación Funes el memorioso, en quien se fundían la vida y los recuerdos en una vida que era memoria. 

Siempre me ha apasionado contemplar fotografías que me llevan a preguntarse qué fue de los allí retratados; nunca he disfrutado, en cambio, de los paisajes sin rastro humano. A la curiosidad que entonces me causaban, hoy se añade una pátina de inquietud.

Mientras pergeñaba estas líneas, he decidido que las ciento once páginas que me faltan para coronar el último tomito de la lectura tanto tiempo retrasada me van a llevar todo el verano: hay vínculos tan estrechos que, aunque parezca paradójico, separan más que unen, cosa que la ilusión humana se niega a reconocer.

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