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El mal mayor

Imagen de archivo del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. EFE/ Sergio Pérez
14 de junio de 2023 22:06 h

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Prefiero un vicio tolerante a una virtud obstinada

Molière

Pacto en Valencia. Disculpen que no me levante. ¿A quién le ha sorprendido? Me citan a un programa para hablar de la cuestión: “Las cartas sobre la mesa”, plantean, o Sánchez con Díaz o Feijóo con Abascal, no hay más. Elijan. Toc, toc, toc. Llama a la puerta Rufián con un tuit de argumento medio delirante: sólo ERC en su unión con Bildu puede impedir que PSOE y PP pacten.

Puede que no haya más tutía, como plantean en el programa, pero me malicio que es una situación que, de ser tal, quita el sueño a casi todos los que no están en los extremos. Obviamente, los seguidores de opciones mostradas como minoritarias están pletóricos de que sus representantes sean decisivos. Lo entiendo. Entender no es compartir; es, simplemente, comprender, o sea, tener claras las cosas. 

Para analizar esta situación política, peligrosa a la vez que insoportable, es preciso asumir cómo lo ve cada sector y en qué medida cada uno de ellos pesa de verdad en la sociedad y en las urnas. Feijóo ha pactado con Vox, no hay que llamarse a engaños, y lo hará a nivel nacional si es necesario, pero eso no significa que Feijóo y el PP adoren la perspectiva; preferirían gobernar en solitario, sin esa hipoteca. Exactamente lo mismo que les pasa a los socialistas: ni siquiera el sorpresivo Sánchez prefiere gobernar en coalición a gobernar solo. Ningún otro partido ha podido ni podría hacerlo.

Muchos españoles lo ven igual, tantos que casi podrían ser más de la mitad. Los dos partidos mayoritarios obtuvieron el 52% de los sufragios en los últimos comicios. Más de trece millones y medio de votos. En barómetros de El País realizados el año pasado –sin elecciones a la vista– se concluía que un 40% de los españoles considera que el PSOE y el PP eran los partidos más adecuados para gestionar los grandes retos de los años venideros, mientras que un 17%, sumándolos, consideraba que UP o Vox eran la mejor opción. Alguien gritará: ¡vuelta al bipartidismo! Nunca ha habido bipartidismo en España. En el último Congreso estaban representadas 19 fuerzas y en el primero elegido en democracia, 12. El número de opciones parlamentarias ha oscilado en números superiores a diez durante toda la democracia. Llamar a eso bipartidismo es sólo marketing político. Los votantes españoles han preferido durante toda la democracia lo que han preferido y casi nunca han sido los extremos. Por eso no es arriesgado pensar que esa mayoría de los votantes estarían dispuestos a vivir tranquilos con la evidencia democrática de que una vez gobiernan unos, y otra, otros. Pareciera que lo que les desquicia –a uno y otro lado del espectro– es que sus líderes sean obligados a salirse del tiesto para conseguir la gobernabilidad aritmética. 

A los votantes socialistas no les convencen los tirones de mangas de la izquierda a su izquierda –qué encocorante es ese eufemismo– y a los del PP tampoco les hace una ilusión de muerte que la ultraderecha les condicione con aberraciones que en nada comparten. Tampoco a los votantes de la derecha más a la derecha y de la izquierda más a la izquierda les seduce la idea de tener que pactar con los partidos que consideran poco menos que acomplejados o poco puros ideológicamente. Así estamos. Los pactos no ilusionan, sólo funcionan como dique de contención contra el pacto contrario que atemoriza. Si somos objetivos, tanto atemoriza en el bloque a la izquierda la entrada de Vox en la ecuación como atemoriza al bloque a la derecha el peso de izquierda radical o los independentistas. No entro en quién lleva más razón. Sólo expongo los hechos. 

No anda este análisis tan lejos del que están realizando en los cuarteles generales de los dos grandes partidos. Ahí tienen a Sánchez rescatando a Carmen Calvo y a aquellos de los suyos a los que fue purgando por el camino, en muchos casos por su resistencia interna a dejarse arrastrar a ciertas posiciones identitarias que no cuadraban ni cuadran con el ideario socialista. Ahí va Feijóo metiendo en sus listas a personas moderadas con las que se puede hablar, que son demócratas homologados, y que tienen cero amor a las posturas de los ultras. Ahí van ambos, porque realmente la opción preferida es la de gobernar sin hipotecas ni chantajes y, para eso, precisan convencer a los que no están en los extremos. Los extremos sólo deciden si el votante moderado se inhibe, se abstiene o te abandona en las urnas. La pregunta es: ¿puede Sánchez pescar ese voto moderado por miedo a Vox?, o bien, ¿puede Feijóo pescar en ese caladero por miedo a la influencia en las políticas socialdemócratas de la izquierda radical o los independentistas? ¿Puede el miedo construir nada?

En estas elecciones aún no, pero existe la probabilidad de que en el futuro volvamos a esa alternancia de los grandes partidos constitucionales, que no al bipartidismo. Más que nada porque si los recién llegados a la política pensaron que esto era una serie, se les agota el argumento y quedan pocas temporadas. Los ciudadanos están empezando a cansarse del guion de permanentes sobresaltos, quieren volver a dedicarse a sus vidas y así lo están demostrando incluso en las audiencias de medios de comunicación. Nadie puede vivir décadas en la catástrofe inminente, ni siquiera cuando se producen catástrofes reales como pudo ser la II Guerra Mundial; ese horrible conflicto del que surgió la Europa de Bienestar, tal y como la conocemos, gracias a la contribución conjunta de socialdemócratas y democratacristianos. Una muestra real de cómo para lograr grandes cosas, hace falta cooperar y no fraccionar. 

Por eso hay quien incluso en la derecha piensa que la única forma de matar a Vox es, efectivamente, dejando que lleguen al poder. Hay que hablar con la gente para saber cómo piensan. Este argumento considera que las extravagancias, riesgos y exigencias claramente antiliberales y anticonstitucionales del partido de ultraderecha, les servirán en tanto en cuanto estén en la oposición macarreando y que una vez tenga que participar en cualquier tipo de gestión quedará al descubierto que sus falsas soluciones a sus falsos problemas sólo engendran otros peores. Véase la tuberculosis bovina de CyL. La idea es que los partidos antisistema quedan en evidencia en cuanto acceden al sistema. Puede que algo de realidad haya en ese planteamiento.

Es seguro que cada votante ve un mal mayor, pero no es tan seguro que ese sea el resorte de su voto. Lo que fijo ansía muchísima gente es descansar, salir del alboroto y de la urgencia, dejar de vivir en la lucha perpetua; volver a poder hablar con el vecino o el pariente, vote a quien vote. Dedicarnos a los problemas graves que nos acechan: calentamiento global, inteligencia artificial, nuevo orden mundial, sostenimiento del estado del bienestar y no a las ocurrencias y los memes. Una sociedad con debates adultos y no con ínfulas adolescentes. 

No desestimen a la amplia base censal del baby boom, somos un huevo y ya no tenemos edad para tragarnos los cuentos de nadie. La mayoría queremos espicharla en una democracia constitucional, imperfecta como toda obra humana, perfectible siempre, pero mejor que cualquier otra opción. El mal mayor es degradarla, lo haga quien lo haga. El régimen constitucional que tenemos, pleno de derechos y libertades, es el mejor flotador que tendremos a mano. Eso lo saben millones de votantes que es probable que al final impongan su criterio. Hay que ser muy nuevo para no darse cuenta de que fuera de la Constitución y fuera de la Unión Europea sólo espera la tormenta. Todo programa electoral que no contemple esta verdad, es un peligro. Los demás, nos gusten mas o menos, son parte del juego democrático.

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