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¿Hay manzanas podridas en el periodismo?

Imagen de archivo. Periódicos

José Miguel Contreras

Estamos acostumbrados a escuchar cuando aparece un caso de corrupción, abusos o mala praxis profesional la misma explicación. Nos dicen que se trata de algunas manzanas podridas y que simplemente basta con extraerlas para que desaparezca el problema. El cómico Chris Rock en uno de sus monólogos desarrollaba una interesante tesis. Defendía que la teoría de las manzanas podridas no vale para todas las profesiones. Nunca subiríamos a un avión si nos dijesen antes de despegar que el piloto pertenece a un colectivo que por lo general garantiza la seguridad, salvo algunas manzanas podridas que siempre surgen. Difícilmente aceptaríamos ser operados en un hospital en el que nos explicaran que los cirujanos en ese centro son bastante eficaces, salvo algunas manzanas podridas.

En estas semanas, varias noticias relacionadas con el periodismo en España han colocado a nuestra profesión en un abierto debate. También, en todo el mundo, coincidiendo con el auge de los movimientos populistas, los medios de comunicación han sufrido un serio desgaste. En Estados Unidos, en 2016, coincidiendo con la elección de Donald Trump como presidente, la confianza de los ciudadanos en los medios descendió al nivel más bajo nunca alcanzado. En estos últimos dos años y medio, se está produciendo un significativo cambio de percepción. El último estudio realizado por Gallup mantiene una creciente tendencia de mejora. El índice de confianza se sitúa en el 45%, el mismo que existía en 2006 antes del inicio de la gran crisis financiera que derivó en una generalizada frustración y rabia frente a un sistema que nos había llevado hasta el abismo. Curiosamente, la diferencia de percepción según la ideología, lejos de aminorarse, se ha polarizado aún más. El 76% de los ciudadanos más progresistas, votantes demócratas, confía en los medios. Por el contrario, solo el 21% de los más conservadores, votantes republicanos, mantiene su credibilidad en la información tradicional y se apoya en preocupantes vías de comunicación alternativas.

La guerra abierta por Trump contra los medios no afines ha cimentado que sus seguidores desconfíen de las noticias que reciben mientras ha hecho crecer la fe en el periodismo entre sus detractores. En España, carecemos de datos estadísticos que nos ayuden a encuadrar el problema en una dimensión objetiva. Lo que sí que parece ir creciendo es la crítica a la actual estructura de los medios de comunicación y al desempeño de la profesión periodística. Curiosamente, sin que exista conexión directa entre ambos hechos, las posturas más contestatarias vienen desde los dos extremos del mapa político, tanto desde VOX desde hace meses, como desde Podemos, más recientemente. Es evidente que el argumento desde ambos sectores parte de postulados completamente distintos, pero no es menos evidente su coincidencia en el tiempo.

Diversos acontecimientos de muy distinta importancia se han sucedido reforzando la convicción de quienes ponen en duda la objetividad e independencia de las noticias que nos llegan. Vimos a periodistas en activo leer en la Plaza de Colón un manifiesto en apoyo de tres formaciones políticas que aspiran a alcanzar el gobierno en las próximas elecciones. Según se pudo saber, cada partido propuso a un periodista para que representara su segmento ideológico. La idea era la de intentar dar una mayor veracidad a sus argumentos políticos queriendo disimular la procedencia partidista de los mismos. A la hora de conformar las listas electorales, hemos comprobado la inclusión de periodistas y comunicadores con el fin de aprovechar su popularidad y su capacidad de empatizar con amplios sectores del electorado gracias a su habitual presencia en los medios.

Estos días, la publicación del libro de David Jiménez, El Director, saca a la luz un buen número de miserias que subsisten en la vida cotidiana de los medios españoles a todos los niveles, desde los diarios digitales que practican el periodismo “de trabuco” hasta los grandes grupos que han acabado estableciendo su línea editorial condicionados por las presiones de los grupos financieros que los sostienen.

Estas noticias anteriores no tendrían mayor valor si fueran acontecimientos aislados. El problema es que han sido pequeños seísmos que se han anticipado a un terremoto en toda regla. La traca final ha estallado con la difusión de las informaciones referidas a la red mafiosa creada, al parecer, a instancias del anterior gobierno. Se trata de una organización policial delictiva que se dedicaba a destruir pruebas que pudieran demostrar las corruptas actividades de políticos del PP encausados en diferentes procesos. A su vez, trabajaba para buscar material que pudiera perjudicar al independentismo catalán y a la formación de Podemos. En caso de no encontrarse nada al respecto, se les encargaba la fabricación de pruebas falsas que al menos sirvieran para ser difundidas a través de diversos medios de comunicación. Parece ser que algunos periodistas podían conocer y formar parte del operativo e, incluso, obtener beneficio económico como contraprestación a su servicio. El caso está en manos de los tribunales y nada hace pensar que el asunto no quede aclarado por el bien de nuestra democracia.

Lo que no son fáciles de determinar son los efectos que todo esto puede tener en el desprestigio de un sector clave para conformar un sistema de libertades. La situación de los medios en España atraviesa una delicada coyuntura. Básicamente, contamos con empresas mucho más débiles que hace 15 años. La prensa tradicional vive un imparable debilitamiento de su solvencia económica. Nada es más peligroso para una cabecera que no tener una solidez financiera que le permita mantener su independencia frente a los grupos de presión externos y garantizar los recursos necesarios para realizar un buen desempeño profesional. La industria audiovisual, pública y privada, se halla inmersa en una crisis de identidad derivada de la irrupción de competidores globales que se distribuyen a través de nuevas vías tecnológicas y arrasan entre los públicos más jóvenes y cualificados.

Todo ello coincide con un retroceso de la inversión publicitaria en los medios tradicionales. Hoy en día, en el mundo, el 40% de la inversión publicitaria mundial se ha trasladado a los soportes digitales. El problema es que ese dinero (casi 300.000 millones de dólares anuales) cae casi exclusivamente en manos de gigantes como Google o Facebook que se llevan dos terceras partes de esa cantidad en todo el planeta. Menos del 30% restante se reparte entre miles y miles de iniciativas empresariales, la mayor parte de las cuales malviven en pequeños mercados locales como el nuestro.

En el caso español, el periodismo digital se mantiene a duras penas y son muy pocas las páginas que se sostienen con el apoyo de sus lectores o gracias al respaldo más o menos revelable de la publicidad y de acuerdos directos con influyentes empresas. La precarización en el empleo supone una consecuencia directa. La extensión de las redes sociales ha acabado por enmarañar la difusión de noticias y cada día nos hemos acostumbrado a vivir entre bulos, rumores, fake news, fact checks, etc. La polarización política se ha aprovechado de la debilidad de los medios para colonizarlos e imponer sus propias agendas con la ayuda de los grupos financieros con los que se relacionan.

Empieza a ser urgente analizar la situación del sector y planificar el diseño de un modelo que permita preservar la subsistencia de medios con autonomía profesional y económica para poder garantizar la limpieza de su trabajo. La actual polémica sobre la fiabilidad de la información que recibimos debería ser aprovechada, más que para potenciar la desconfianza generalizada en el periodismo, para ayudar a distinguir entre unos y otros. Hay profesiones que no pueden permitirse tener manzanas podridas. El periodismo es una de ellas.

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