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Máquinas y seres humanos

Imagen referencial de robots con uniformes.
28 de noviembre de 2022 22:47 h

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Hace varias décadas, cuando estábamos a punto de entrar en el nuevo milenio y teníamos la sensación de que el futuro nos iba a caer encima de golpe, un tema del que se hablaba mucho era el de si las máquinas acabarían sustituyendo a los seres humanos en la mayor parte de los campos de la vida. Este miedo perpetuo a los progresos de la ciencia y concretamente a la máquina —entendiendo como “máquina” desde un aspirador autónomo hasta una Inteligencia Artificial— tiene incluso un nombre: “el síndrome de Frankenstein” y se refiere a esa inquietud de que cualquier invento pueda volverse en contra nuestra, en contra de sus creadores. Es particularmente intenso cuando se trata de robots, por eso no hemos llegado todavía a tener robots domésticos que se encarguen de las tareas cotidianas en casa. No porque técnicamente no se pueda hacer —no hay más que ver las maravillas que hay ya en robots para usos médicos y los que han sido construidos para la guerra—, sino porque la mayor parte de la población tiene miedo de compartir su casa con una figura humanoide que es mucho más fuerte y resistente que uno mismo, casi siempre más “inteligente” para solucionar problemas técnicos, y que no necesita dormir ni descansar, aparte de que puede trabajar durante la noche, cuando la familia duerme.

Sin embargo, la misma población que no consigue animarse a tener un robot en casa, usa servicios como los de Alexa o Siri o cualquiera de esas aplicaciones (todas con voz y nombre de mujer, ¿se han dado cuenta?), posiblemente porque produce una cierta sensación de poder el decirle a alguien lo que deseas, y que suceda. Está claro que a los humanos nos gusta tener a alguien que nos sirva.

Aunque dé la impresión de que estoy hablando de robótica, no es ese el tema que me interesa en este momento. Lo que me llama la atención es esa discreta y sutil infiltración de las máquinas y el “hágalo usted mismo” que nos quieren vender —con bastante éxito, por lo que parece— como una libertad individual que antes no teníamos. Pongo un par de ejemplos para que quede claro a qué me refiero: antes ibas a la gasolinera y la persona que trabajaba allí te ponía la gasolina, te limpiaba el parabrisas y revisaba el aceite o el aire de los neumáticos. Pagabas, con propina o sin ella, y seguías tu camino. Te alojabas en un hotel, bajabas a desayunar y había un camarero o camarera que te preguntaba qué querías tomar y te traía el café a la mesa, con bollos o con tostadas. Ibas a un supermercado, elegías los productos, te ponías en cola y pagabas. Entrabas en un banco y retirabas efectivo en la caja, hacías las preguntas que tuvieras, te las resolvían, y te marchabas a tus cosas.

Ahora resulta que todo se lo tiene que hacer uno mismo. Para eso hay máquinas a tu disposición. En la gasolinera, metes la tarjeta en la ranura, la máquina te autoriza, pones el carburante, te limpias el parabrisas, o llevas el coche al túnel de lavado. No hablas con nadie, nadie te resuelve ningún problema que se te presente. En el hotel te levantas cien veces de tu mesa a coger cosas en el bufé. En el supermercado cada vez hay menos personal en las cajas; para eso están las máquinas, y tú eres tu propio cajero. Los bancos ya casi no emplean a nadie porque todo hay que hacerlo online y, cuando tienes una pregunta, pasas un auténtico vía crucis hasta que alguien te contesta y te la resuelve. O no. Los vuelos y los billetes de tren te los compras tú mismo, usando tu propio tiempo y sin que nadie gane un sueldo haciéndolo. Vas a Ikea y ya no hay gente en las cajas (en Roma ya es así y en otras ciudades también, por lo que me han contado). De momento hay dos personas que te ayudan a aprender a manejarlas, igual que en muchos aeropuertos ya no hay facturación con personal de tierra, sino máquinas que te dan la tarjeta de embarque y donde puedes también sacar las etiquetas para el equipaje. En cuanto todo el mundo se haya acostumbrado a usarlas, esas personas que te ayudan desaparecerán también.

El personal que hasta ahora trabajaba en este tipo de servicios perderá su puesto de trabajo y la manera de ganarse la vida. Salvo casos puntuales, la mayor parte de las personas que trabajan en la caja de un supermercado no pueden reciclarse como ingenieros nucleares. Casi todos nosotros hacemos lo que sabemos o podemos hacer y tiene que haber puestos para todos y de todos los niveles de formación. Y no se trata de que las máquinas nos estén quitando el trabajo a los seres humanos. Esa es la cuestión: que el problema no es que el desarrollo tecnológico arrolle a su paso a quien no es capaz de adaptarse y reciclarse, como se oye decir a quienes tienen un interés económico en ese “desarrollo”. El problema es que hay ciertas enormes empresas, corporaciones, consorcios globales que quieren ganar más a nuestra costa. Porque ¿no sería de lógica que, si una empresa se ahorra los sueldos de cien cajeras, vendiera un poco más baratos sus productos? Ahí el trato que muchos estarían dispuestos a aceptar sería: tú te haces el trabajo —coger los productos, pesarlos, pegarles la etiqueta, pasarlos por la máquina, meterlos en la bolsa— y, a cambio, te cuesta un poco más barato. Tú te pones la gasolina sin que nadie te ayude y baja el precio. Tú te sirves el desayuno, o la cena, y el precio global de tu estancia en el hotel baja.

Pero no. Todo sube, los clientes hacemos cada vez más el trabajo de otras personas, que pierden su forma de ganarse la vida, pagamos igual que antes, o más, y quien se aprovecha es la enorme empresa que, además, trata de hacernos creer que ahora somos más libres e independientes. Empresas globalizadas que muchas veces ni siquiera pagan sus impuestos en el país donde tienen sus tiendas o bancos o lo que sea. Todo el beneficio es suyo y de sus accionistas, el trabajo es para los clientes que usan su propio tiempo y su esfuerzo para pagar lo mismo que pagaban antes cuando había unos seres humanos cumpliendo con esas funciones. Gracias a la publicidad, al marketing y a ciertos estudios de comportamiento humano, nos han convencido de que, si nos oponemos a ello, es que no somos modernos y nos negamos a progresar. ¿Qué progreso supone el que uno tenga que aprender a hacer mil cosas que no le interesan y gaste su tiempo en actividades que no le aportan nada para que los dueños de la empresa se beneficien?

Que nos mienten y nos engañan constantemente es algo que ya, por desgracia, está claro para todos, pero tendríamos que darnos cuenta de esos pequeños engaños cotidianos y negarnos a hacerles el juego. Es triste, pero yo misma he visto a cajeras contentísimas de que pongan máquinas en su súper porque así ellas trabajan menos o con menos presión; no se dan cuenta de que, al cabo de unos meses, en cuanto la clientela se adapte a los nuevos tiempos, perderán su trabajo por completo, igual que ya ha sucedido en muchas sucursales bancarias, en tiendas y hoteles.

No se trata de un enfrentamiento entre máquinas y seres humanos. Es simplemente, una vez más, la explotación de unos por otros, pero, eso sí, disfrazada de modernidad y lo que es mucho más trágico, de libertad. Saben que nos gusta la palabra, que siempre queda bien usarla, y por desgracia, mucha gente ya ha olvidado lo que realmente significa libertad. No voy a entrar en ello ahora, pero libertad no es, en ningún caso, que los clientes trabajen más y paguen lo mismo para que otros se enriquezcan de modo obsceno sin siquiera contribuir al bien común.

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