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Dónde está la mayoría social o por qué la clase importa

Emmanuel Rodríguez

La ciudadanía, el 99%, la mayoría y ya en la apoteosis del lenguaje directo –o lo que es lo mismo, de la pereza mental– la “gente”... Éstos son algunos de los términos que se han vuelto lugares comunes de la retórica de la “nueva política”. No hay en ello mal alguno. Algunos de estas palabras han resultado aciertos notables. Así, por ejemplo, “el 99%”, que acuñara el 15M, es una expresión rápida y novedosa que permite escapar, y al mismo tiempo renovar, la vieja dicotomía pueblo / oligarquía. Igualmente un viejo concepto como “ciudadanía” ha servido para hablar de “todos” en tanto “sujeto político” sin acotarse al viejo campo ideológico izquierda y derecha, y sin remitirse a las viejas organizaciones partidarias. En otro terreno, se invoca a la “mayoría” con el propósito de ganar elecciones, al tiempo que sirve como forma de chantaje frente a todo lo que escape a la supuesta “centralidad social”. Pero, como suele ocurrir, la cuestión no está en las palabras. No al menos cuando estas se usan como armas arrojadizas. El problema está en si estas palabras sustituyen al análisis.

Hoy se emplea “gente”, “mayoría” o “ciudadanía” para referirse a conglomerados sociales tan heterogéneos que cualquier intento de unidad se vuelve inmediatamente un artificio, útil retóricamente, pero confuso en todo lo demás. Valga decir que nuestro tiempo está siendo extremadamente rico en innovaciones en el lenguaje político, pero extremadamente pobre en lo que se refiere a su capacidad para hacer sustentar los buenos propósitos en realidades sociales que, guste o no, son complejas y contradictorias. Hablamos, en efecto, de clases sociales.

Pero puede algo tan opaco y démodé como las clases sociales resultar todavía de interés. Quizás convenga empezar por otro lugar. ¿Qué de “nuevo” ha alumbrado nuestra época? ¿Hasta donde se puede estirar el cambio? ¿Existe la posibilidad de algo así como una “ruptura”? ¿O es esto otra forma de nombrar la vieja quimera de una izquierda siempre “extrema” y marginal? Se trata de preguntas cruciales que se anudan con la lectura que cada cual hace del 15M, pero también –he aquí la gracia– con la propia estructura de clases de la sociedad española.

Grosso modo podríamos decir que la interpretación de la crisis política, y con ello las posibilidades del cambio, se han dividido en dos campos. A un lado, se organiza una política –seguramente mayoritaria en Podemos y en general en todos las iniciativas municipalistas como los “En Comú” y los “Ahora”–  que arranca, aunque sea inconscientemente, de un aspecto capital de la crisis: la quiebra de las clases medias. Tres décadas de erosión salarial, proletarización de las profesiones liberales, devaluación de los títulos universitarios, para llegar en 2008 a una crisis que terminó de constatar que el futuro para la mayoría de los infantes de la clase media no era otro que la precariedad, la infrarremuneración y la marginación institucional. O acaso no era a esto a lo que han apelado campañas tan exitosas como aquella de Juventud sin Futuro, “No es país para jóvenes”, en referencia a esos “talentos” desperdigados y desperdiciados por Europa y EEUU.

El problema de esta interpretación, su límite, es que en la medida en que se cocina dentro de ese puré más bien insípido que constituyen las clases medias, apenas consigue ir mucho más allá de la reclamación de una restauración. En su versión más estrecha, la política posible –el horizonte del cambio– se sitúa justo en ese lugar que se viene conociendo como “regeneración democrática”. Por resumir mucho, el cambio consistiría en terminar con la lacra de la corrupción, renovar el sistema de partidos y repartir de nuevo “posiciones” sobre la base de una meritocracia digna de tal nombre. De forma congruente, la línea de ataque se debería dirigir contra uno de los aspectos más escandalosos, pero también más superficiales, de la crisis orgánica: la rigidez política del régimen, especialmente en lo que se refiere a satisfacer el necesario recambio de élites. La cuestión se podría dirimir casi en una renovación generacional, y Ciudadanos con seguridad, y al menos una parte de Podemos y de los “En Común” estarán ahí para solventarlo.

La segunda línea de interpretación, apenas explorada pero intuida por muchísimos, arranca también de esa crisis social que tiene su centro en las clases medias. La diferencia estriba en la sospecha de que la fractura puede ser una vía sin salida. El capitalismo financiero –o si se prefiere el neoliberalismo– ha llegado para quedarse. Y el declive de las clases medias es reconocible desde por lo menos treinta años en todas las economías occidentales. El centro social que sirvió de pivote a las democracias europeas se ha ido haciendo cada vez más frágil, al tiempo que la extrema derecha y nuevas izquierdas trataban, sin cesar, de sacar las lecciones oportunas.

Dicho sea de paso, los movimientos sociales que han barrido España y el continente desde hace décadas pueden ser considerados también como expresiones políticas de la descomposición de las clases medias. Ciertamente si se consideran de forma aislada, estas experiencias, a medias políticas, a medias culturales, no van más allá de la conquista de ciertos derechos civiles o sociales, o de la articulación de formas de vida singulares, a veces con demasiada vocación de marginalidad. Tomados sin embargo de forma conjunta, apuntan a la constitución de un nuevo sujeto político desviado respecto del consenso y el “centro” que tradicionalmente han representado las clases medias (¿precariado?, ¿cognitariado?). Por eso el 15M puede ser considerado también como el resultado de una larga acumulación que se reconoce desde los años noventa en lugares tan distintos como la okupación, el movimiento global, el movimiento contra la guerra, V de Vivienda o las luchas de Internet.

Sea como sea, el problema de esta segunda interpretación reside en que únicamente se puede articular como hipótesis política a partir del reconocimiento de su propio límite. Dicho de otro modo, estos grupos sociales politizados y tendencialmente desclasados sólo lograrán articularse como sujeto político de ruptura si conectan con un “otro social”, tan fragmentado y difuso como el mismo, pero cuya procedencia no se puede reconocer, ni por asomo, en ese caldo sin transiciones que hasta hace poco fueron las clases medias. Parece como si se repitiera un problema ya clásico: ¿cómo se construye una mayoría social, cuando el bloque que sostenía lo viejo se ha quebrado, pero los elementos dispersos no se han reunido todavía en torno a un proyecto social y político capaz de alumbrar lo nuevo?

Hay un dato estadístico sobre la sociedad española que resume como una bofetada su carácter eminentemente clasista. De los jóvenes con residencia en España, un 30% consigue acceder a estudios universitarios, al tiempo que más de otro 40% ni siquiera concluye la educación obligatoria o bien se titula pero no sigue los estudios. Sorprendente ¿verdad? No tanto si se considera que este inmenso segmento social, que constituye la mayor de las minorías del país, apenas tiene más hueco en la “sociedad oficial” que como consumidor de televisión y estereotipo social. A ellos se dedican los reality shows de ligoteo y amor (Adan y Eva, Hombres y Mujeres y Viceversa), los programas moralizantes tipo Hermano Mayor o epítetos estigmatizantes como el de “quillos”, “poligoneros”, “Jonis”, “Jennys” o generación “ni-ni” (ni estudian, ni trabajan). Son los actores ausentes del discurso político, dirigido sin sonrojo a las clases medias; pero constituyen a su vez la gran incógnita que planea sobre la política española.

De todas formas, sabemos lo suficiente sobre este grupo como para tener algunas pistas de lo que podrían significar para una política de ruptura. En relación con su posición laboral, sabemos que constituyen el inmenso proletariado de servicios que, compuesto en gran parte por migrantes y mujeres, sostiene las economías altamente precarizadas de las grandes ciudades y la industria más poderosa del país, el turismo. Si se consideran sus actuales posiciones políticas, sabemos que en su mayoría son desafectos congénitos, abstencionistas principalmente, no sindicados, algunos por cultura paterna todavía votantes de la izquierda, pero por lo general desinteresados. Por todo ello, deberíamos saber también que sin el concurso de esta gigantesca minoría no hay ruptura posible.

De nuevo resumiendo mucho, el 15M ha desencadenado una crisis política que expresa algo más profundo que el hartazgo con la corrupción o la rigidez superficial del régimen. Ha expresado la fractura de las bases sociales del consenso. La cuestión parece residir ahora en decidir –y esto resulta crucial para Podemos y todos los partidarios del cambio– sobre qué terreno se quiere jugar: aquel del “corto plazo” que se dirime en la “regeneración”, o este más complejo de la formación sujetos sociales que para ser eficaces requieren de maduración política y de articulación de alianzas complejas. Quizás convenga repetir que el retorno –por imaginario que sea–  al puré indiferenciado de las clases medias sólo permite, sólo puede permitir, un recambio de élites.

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