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Monarquía: fin de ciclo

El mundo cierra una era con la muerte de Isabel II EFE/EPA/TOLGA AKMEN

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Ciertamente ha estado ahí, en el trono británico, toda nuestra vida, la de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Décadas y décadas de un siglo y parte de otro que registró grandes impactos y enormes transformaciones. La reina de Inglaterra aguantó con temple las riendas y su muerte, a los 96 años, desata un potente eco mundial pero, precisamente por todo ello, tiene un fuerte sabor a despedida: es como si Isabel II hubiera apuntalado la monarquía, la institución monárquica como tal, que ahora queda a la intemperie mostrando su trastienda, su obsolescencia y la suprema imagen de la desigualdad social..

 La monarquía hunde sus raíces en un tiempo en el que individuos, clanes y familias se hacían con el poder sobre todos, perpetuándose a través de matrimonios, guerras y alianzas. Sustentada en camarillas, en los tributos del pueblo al que trataban según les convenía. Leer hoy los repasos a las genealogías acentúa la imagen de un origen injusto que ha permanecido contra natura. Cierto que la monarquía experimentó diversas evoluciones al calor del desarrollo pero no entra en la lógica que en el siglo XXI se acceda al cargo por herencia. Con unos privilegios desmesurados sobre el resto de la sociedad.

Las tropelías de algunos monarcas ingleses impulsaron el parlamentarismo en una Inglaterra que fue pionera en ese avance democrático, aunque solo incluyera entre sus miembros a terratenientes y otras grandes fortunas. Su primera Carta Magna data del año 1.215. Por cierto, el Reino de Aragón también impulsó un control al poder real a través de las Cortes desde el año 1.283, pero aquí se ventilaron antes estas libertades.

Suena a principio de fin de ciclo ese luto universal que proclaman los adeptos por la muerte de Isabel II. Los panegíricos desmesurados. La extensión de las redes monárquicas que buscan legitimar como normalidad a todas las monarquías. Leo en un periódico serio, de los más presentables, La Vanguardia, sobre la estrecha relación entre la Corona británica y la española. “Os presento a mi prima Lilibeth”, dijo Juan Carlos I un día. Peor me lo ponen, la gran familia. El parentesco se remonta hasta el siglo XVI cuando Enrique VIII se casó con Catalina de Aragón (a la que trató como un trapo, aunque no tanto como al resto de sus sus sucesivas esposas). Nos cuentan que Felipe de Edimburgo, el marido de Isabel II, y la reina Sofía eran primos a su vez por parte griega. Y que “los reyes Juan Carlos y Sofía, además, se hicieron novios, en 1961, tras coincidir en la boda de los duques de Kent”. Bases profundas para fundamentar jefaturas de Estado.

Todo tiene un aroma añejo y fuera de época. El profundo impacto mediático parte de una sin duda gran figura histórica que desaparece pero se vive también como el mismo cuento que entretenía a la plebe sojuzgada en la Edad Media. En eso ha cambiado poco. Muchos parecen necesitar contemplar la vida y la muerte de los poderosos como entretenimiento, no digamos ahora en la sociedad del espectáculo plagado de reyes y reinas de cartón. Ver el lujo desorbitado que a menudo les quita el pan.

A eso debe apelar la Isabel española (Ayuso) dispuesta a competir en el liderazgo informativo con la Reina de los británicos y otros 14 estados en su adiós postrero. La presidenta de Madrid –cuyo protocolo Covid dejó morir sin asistencia médica a más de 7.000 ancianos sin pestañear- decreta tres días de luto en toda la comunidad por la muerte de… la reina de Gibraltar. Andalucía, uno. Precisamente la españolidad aguda opone siempre este escollo al mando de Londres pero ahora no detiene una estupidez mayúscula plena de servilismo, clasismo y oportunismo, si me permiten los “ismos” en cadena. Con banderas a media asta y muchas luces que fastidien el ahorro energético.

Como toda vida, unas más que otras, la de Isabel II tuvo luces y sombras. Su trato a la princesa que adoraba el pueblo, Lady Di, le causó problemas aunque en conjunto ha sido una reina muy querida por los ciudadanos. Destaca como valor máximo su discreción y neutralidad, incluso en el referéndum sobre la independencia de Escocia a pesar de que, obviamente, no le gustaba.

Isabel II se convirtió en reina en un país africano, Kenia, donde estaba de visita cuando murió su padre, Jorge VI, en 1952. Kenia pertenecía al imperio británico en la lógica de aquel tiempo todavía de conquistas. Tenía 25 años. Y hubo de gestionar las consecuencias de los desastres de la guerra mundial, junto a Winston Churchill, en un mundo de hombres. Y el siglo siguió caminando con ella. Con ingenuas esperanzas que se expandían desde París queriendo llevar la imaginación al poder. Y se sucedieron los cracks económicos, el ascenso del neoliberalismo thatcherista, la devaluación del Estado del Bienestar, el Brexit en portazo y daño, el declive. Y la reina siempre estaba allí.

Solo el 5% de la sociedad mundial no ha coincidido con Isabel II. Nos acostumbramos a ella. Lo dice hasta “su satánica majestad”, Mick Jagger en la despedida, para la que incluso buscó una imagen especial de la reina.

Inglaterra, Londres, se fue convirtiendo en los años 60 en el centro mundial de la vanguardia, la música y la modernidad. Buckingham Palace permanecía inamovible en el cambio de guardia para los turistas. De vez en cuando pasaban carrozas no muy lejos de los grandes taxis negros. Ensanchamos el horizonte. Ellos, los británicos, se vinieron a España a disfrutar del sol, los bajos precios y a menudo nuestra sanidad pública. 

Vimos a Isabel en sus años horribilis con los desmanes de su familia: los Windsor. El divorcio de Carlos y Diana. La posterior muerte de ella. Hasta un hijo, Andrés, bajo acusaciones de pederastia y escándalos sexuales ha tenido. El nieto que se disfrazaba de nazi -como el tío que al abdicar le dio el reinado que ha mantenido durante 70 años- y que luego se volvió demócrata y contestatario. Carlos, el heredero, accede al trono con 73 años y su historial. También trató mal a la mujer que eligió como esposa para tapadera. Y andan por medio las sospechas de maletines viajeros con dinero de Catar. O de donde sea. Esa afición que al parecer practican algunos otros miembros de la familia monárquica y que no ayuda precisamente a su prestigio.

La popularidad de Carlos III no le favorece y ni de lejos alcanza la de la Reina Isabel II. En su primer discurso como nuevo Rey, ha dicho que defendería los mismos valores que su madre y que abandonaría sus actividades al margen (implícitamente las cuestionadas). Como cuenta Iñigo Sáenz de Ugarte, Carlos III puede incluso poner en peligro a la monarquía británica, que hasta ahora era de las más sólidas. Sus historiadores le califican de caprichoso, petulante y convencido de que está en posesión de la verdad. Su pasión por el medio ambiente le acerca a los jóvenes, pero una vez aconsejó “tomar enemas con café como curas contra el cáncer”, como recordaba el escritor Max Hastings. “Un prestigioso científico escribió que él podía desdeñar esa ridícula invención por llevar 25 años investigando el cáncer, no como el príncipe, cuya única autoridad descansaba ”sobre un accidente de nacimiento“, anotaba Sáenz de Ugarte.

Ésa es la clave: jefatura del Estado por herencia. Genética y preparación adecuada, dicen, que en absoluto garantizan nada. Para vivir en un palacio cargado de oropeles, siempre veinte pies encima de la gente. El tiempo dirá si puede más la razón y la evidencia que quienes intentan por todos los medios sostener los cimientos obsoletos del edificio monárquico.

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