“En fin”: la muletilla de moda
Antes de la pandemia, había un cierto optimismo en el ambiente, que se podía oír en la muletilla estrella de los jóvenes: en plan. Era como un martillico que casi nos taladró los oídos, pero, al menos, era una expresión positiva. Porque la palabra plan es una intención, una ambición, un futuro.
Y aunque hoy se sigue diciendo, ahí, una y otra vez, como el rayo que no cesa, ha venido un nuevo latiguillo que se oye mucho más: en fin. Lo han traído los adultos, y tampoco es de extrañar. La madurez puede llevarnos a renunciar a muchos planes y a ser más conformistas. Puede, incluso, que acabemos siendo unos resignados. Y unos condescendientes. Y eso es lo que expresa esta muletilla: en fin es la expresión de la resignación.
El peligro de las coletillas es que son como la fina lluvia gallega. “Bah, si son solo unas gotillas”. No le das importancia, no abres el paraguas, y a los tres minutos estás hecho una sopa al borde de la pulmonía. Pues con los latiguillos pasa igual. Parece que todo se reduce a una regañina de la profe de Lengua: “¡Eso es pobreza de lenguaje!”. Pero es mucho peor. Lo que ocurre es que empapa el ambiente de un estado de ánimo, de un humor, de una sensación.
Cuando el significado de una muletilla es bueno, ¡genial! (ahí tenemos otra; genial es una exclamación comodín para cualquier momento, lugar, cosa o intención). Pero cuando el mensaje que propaga es negativo, se convierte en plaga. Esa negatividad actúa igual que la contaminación ambiental. Tanto en fin lanzado a voces puede ir construyendo un enemigo invisible en el aire, y así, a lo tonto, sin darnos cuenta, podríamos acabar convirtiéndonos en una sociedad resignada.
Pero lo más peligroso es que la mayoría de las personas que dicen muletillas ni siquiera se dan cuenta. A veces le sueltas a alguien:
—Tío, vale ya, que has dicho en fin quinientas veces.
—¿En fin? ¿Yo he dicho en fin?
A menudo no oímos lo que decimos. No somos conscientes de que estamos creando un clima social. Ni mucho menos de que lo podemos contagiar. Las muletillas se pegan. Después de tomar un café, tan feliz, con una amiga, puedes volver a tu casa diciendo la verdad es que cada vez que empiezas una frase o acabándola siempre con ¿me entiendes lo que te quiero decir? O podrías meter un digamos ahí, a capón, cada dos frases.
Y ya, para rematar, a ese contagio involuntario se suma el contagio aspiracional. El latiguillo es un asunto de estatus y cohesión social. Intentamos parecernos a nuestros ídolos repitiendo sus ideas y sus palabras. Nos convertimos en su eco para intentar ser como ellos. De ahí el “me puto encanta” y el “cagar fuerte” de los adolescentes.
Por eso creo que deberíamos replantearnos qué consecuencias tienen los latiguillos. Algunos lingüistas nos advirtieron que son un “tic verbal”, pero yo los pondría también en manos de los sociólogos, para que investiguen si son un “tic social”. Incluso en manos de los psicólogos para que averigüen si tanto en fin nos va a convertir en una sociedad derrotada.
Y ya puestos, tampoco estaría mal preguntarles por otra de las grandes muletillas de nuestro tiempo: ¿no? De esta hasta tengo pruebas escritas. Utilizo un programa informático que transcribe las entrevistas habladas, y cuando las leo minuciosamente, palabra por palabra, veo que el ¿no? se repite en bucle.
Lo mejor de todo es que ese ¿no? no es un no. Es un sí. Es una forma de afirmación. Decimos: “Hemos visto que las vacunas han controlado la pandemia” y añadimos el ¿no? para reafirmar lo dicho, para darle énfasis, para llamar la atención del que escucha.
Imaginemos que convertimos ese ¿no? en un ¿sí? La función es la misma, pero quizá, después de una conversación, nos sentiríamos más positivos que negativos. Podríamos pedir a los psicólogos que hagan el experimento. ¡Incluso a los químicos!
Porque las palabras que decimos dejan partículas en el ambiente. No es lo mismo respirar el aire pestilente que deja una furgoneta, ruum, ruum, que el aroma de las mujeres mayores que se ponen guapísimas cuando salen a pasear. Las voces negativas también dejan sus óxidos nitrosos y sus dióxidos de carbono. Dichas unas cuantas veces, contaminan el ambiente. Pero quién sabe si dichas ochocientos millones de veces, acaben produciendo un recalentamiento global.
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