El fin del mundo no llega esta tarde
Los medios informativos sufren una desgracia endémica: tienen que hablar de política. No hay remedio para eso. Al fin y al cabo, casi todo es política. Y en España la política debe describirse en términos apocalípticos, porque sus protagonistas, los políticos, dan pie para ello, y porque los opinadores tendemos a exagerar (el tremendismo suele llamar la atención), como si el fin del mundo fuera a ocurrir esta tarde. Y también mañana por la tarde. Y así todos los días.
¿Cuántas veces se habrán invocado aquellos versos tan manidos de Jaime Gil de Biedma? “De todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España/ porque termina mal”. Hombre, no. No soy quién para rebatir a un poeta tan ilustre (ignoro si ha sido ya cancelado por menorero), pero puestos a elegir la más triste de las historias de la Historia, yo me quedaría con la de Afganistán. Esa sí termina mal, siempre. O la de Armenia. O la de Argentina, si quieren. La de España, con todos sus episodios negros, tiene un pasar comparada con muchas otras.
Las épocas de investidura resultan fértiles en horrores. En la anterior, la de 2019, que fue doble (abril y noviembre, por repetición electoral), la viabilidad de España parecía depender, según algunos, de que Pedro Sánchez pactara con Ciudadanos. Pero Sánchez se coaligó con Podemos, con antiguos simpatizantes de ETA y con independentistas catalanes para formar un gobierno social-comunista, también llamado Frankenstein. Debió de ser un error fatídico, como insisten en afirmar ciertas voces, pero España aún existe. Cosa que no puede decirse de Ciudadanos.
Ahora volvemos a encontrarnos al borde del abismo: Pedro Sánchez necesita los votos de Carles Puigdemont, que, a diferencia de los etarras, nunca mató a nadie, pero encabezó la rebelión más civilizada y ridícula que se haya visto en la historia reciente de los Estados europeos. Pactar con Puigdemont no es un trago gustoso. Y si el precio fuera una amnistía lo sería aún menos. Personalmente, espero que eso no llegue a suceder. Pero no voy a saltar por la ventana, ocurra lo que ocurra.
Abramos un paréntesis y echemos un vistazo a nuestro alrededor. El Reino Unido no logra recuperarse de un error tan colosal como el Brexit, padece el gobierno más impopular desde los últimos días de Margaret Thatcher, sufre rachas de desabastecimiento en los mercados y combina precios caros con servicios públicos deficientes (quien ha tratado con la sanidad británica lo sabe) y con unas infraestructuras ruinosas.
Qué decir de Francia, con la sociedad más malhumorada de Europa y con la incógnita de qué ocurrirá tras el tormentoso mandato de Emmanuel Macron. Las grandes ciudades francesas permanecen asediadas por sus propios suburbios, mientras se disuelven los últimos vestigios económicos y militares del antiguo imperio en África.
Lo de Estados Unidos lo conocemos muy bien. Aunque sus sicarios más violentos vayan siendo condenados por el asalto al Congreso, Donald Trump sigue ahí, como precandidato favorito de la derecha para recuperar la Casa Blanca. Gran parte del Partido Republicano se niega todavía a aceptar los resultados electorales y permanece sumido en las paranoias trumpistas. El enconamiento de la “guerra cultural” aviva el temor (exagerado, espero) de un conflicto civil.
¿Y en Italia? Ya mandan los antiguos fascistas y, como todos sabemos, por fin les va todo de maravilla.
La época es turbulenta. Muchas cosas, desde la tecnología hasta la relación entre géneros, están cambiando. La distancia entre ricos y pobres es cada día mayor. Hay una guerra atroz en la frontera oriental de la Unión Europea y otra crisis, no menos atroz, la de los migrantes, en la frontera sur.
Pese a ello, y pese a los nostálgicos de un pasado más o menos reciente que fue tan malo o tan bueno como cada uno quiera soñarlo (yo estuve ahí y les aseguro que desde el fin de la dictadura hasta el fin de ETA las pasamos canutas), España no va peor que sus vecinos.
No, España no se rompe ni se hunde. El fin del mundo no llega esta tarde. Ni mañana.
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