¿Y por qué nadie piensa en la UCD?
En estos días, la corriente interpretativa que insiste en las semejanzas entre el PSOE de Suresnes y González y el Podemos surgido de Vistalegre no ha hecho sino reforzarse. Lo avalan, al parecer, no solo las resonancias de circunstancia –cesarismos, empresas políticas que surgieron como start-up, mensajes transversales de cambio y modernización, etc.–, sino también la voluntad del denominado comando mediático de arrinconar al PSOE mediante una operación mimética dirigida a capturar atención y confianza del electorado socialista.
Sin embargo, y pese a que pueda parecer contraintuitivo, las semejanzas se detienen ahí. Antes bien, nos parece que bajo determinadas condiciones de contexto y coyuntura, y atendiendo a la tendencia evolutiva que cabe advertir en las operaciones realizadas desde Vistalegre, resulta más riguroso pensar que a la formación de Pablo Iglesias podría tocarle ser el centro atractor de una formación política nueva que (¡mutatis mutandis por favor!) vendría a cumplir el papel que le tocó a la UCD de Adolfo Suárez. A saber: el partido que garantice una transición sin involuciones, rupturas o salidas de tiesto político.
Apuntemos a algunas de las correspondencias citadas con objeto de ilustrar nuestra afirmación. La primera de todas: si Suárez se sirvió de la UCD como partido presidencial para dirigir la transición del régimen franquista al presente régimen constitucional, a Pablo Iglesias le corresponde encabezar y dirigir la transición del presente régimen a un régimen republicano con fuertes connotaciones sociales y confederales (“proceso constituyente”). Hay otra resonancia en absoluto evidente: si Suárez fue el personaje elegido para encabezar aquella “transición sin ruptura”, a Iglesias –y acaso a Podemos– le correspondería encabezar una “transición sin ruptura radical” de la Constitución material española. Esto es, el consenso sobre las normas y valores que inspiran la Constitución formal y van más allá del mercadeo de los partidos hacia un nuevo equilibrio de fuerzas constitucionales, excluyendo al viejo sistema de partidos y neutralizando el peligro de una radicalización democrática y social. Otra correspondencia: tanto Suárez como Iglesias y sus respectivos partidos se formaron a partir de las respectivas “izquierdas” del régimen –democristianos, opusdeístas, etc.– en el caso de la UCD; y desencantados de IU, PSOE y otros partidos en Podemos.
La primera objeción, tal vez enojada: ¿cómo establecer correspondencias entre el “de la ley a la ley a través de la ley” tardofranquista y la “irrupción disruptiva” de Podemos? No cabe si nos atenemos a los contenidos, pero no así a las estructuras y funciones respectivas. Entonces no es tan relevante que en un caso se procediera de un sector minoritario de la extrema derecha franquista, mientras que en el otro se haga desde la extrema izquierda. Llevando al límite la correspondencia: la “última instancia” de la soberanía franquista corresponde a la “última instancia” de la aceptabilidad por el big media –una aceptabilidad a la que el significante y rostro vacío “Pablo Iglesias” ha encomendado la posibilidad de victoria. El curso actual de Podemos solo puede sostenerse a partir de una “negociación” con al menos una parte del sistema de los media y con una parte (no residual) del capital financiero español –catalán, vasco, etc., en este contexto–.
La logomaquia actual acerca del “populismo” no ayuda a entender lo que constituye la particularidad de la figura de Pablo Iglesias, ni lo que habrá de permitirles jugar ese papel determinante en la transición de régimen. La particularidad no es otra que la imposición de las reglas de la “autonomía de lo político” –inseparable de la “responsabilidad de Estado” y del proyecto de un “país decente”– sobre la fisiología de ese sistema-red monstruoso, en continuo viaje entre lo político y lo social, que fueron el 15M y sus bifurcaciones. Cuando Pablo dice: “Lo primero, conquistar poder, y luego, aplicar tu programa político”, condensa a la perfección esta operación de a) neutralización carismática de una multitud que no se deja gobernar; y b) capitalización electoral y política de un valor de uso constituyente instalado en la sociedad desde el 15 de mayo de 2011, es decir, transformación del valor de uso político de las plazas en valor de cambio político en la transición de régimen.
No son pocos los que reconocen que el mérito y el valor de Podemos está consistiendo en transformar en partido electoral y fuerza disciplinada un movimiento-red como el 15M. Y a la luz de las evoluciones actuales hay que decir que no andan desencaminados. Pablo Iglesias y Podemos se están presentando cada vez más como lo que Carl Schmitt ensalzara con el nombre evangélico de kathekon, es decir, la fuerza que sujeta y evita lo peor (la llegada del Anticristo y el fin de los tiempos en las cartas paulinas; la disolución del Estado y el comunismo en la apología de Schmitt). Tal es la tesis: estando así las cosas, Pablo Iglesias y Podemos se tornan, por la fuerza combinada de los hechos y de su buen hacer, en principal garantía de una transición sin más 15Ms y respetuosa de los pactos fundamentales entre los sujetos del cambio de la constitución material y formal española.
Así, pues, ateniéndonos siempre a estructura y función, los términos de la situación política y social corresponden mucho más a los que se encontraron Suárez y su UCD que a los que llevaron a la victoria arrolladora de González en 1982. El PSOE llegó, por así decirlo, a mesa puesta o, si se quiere, a presidente díscolo depuesto (23-F por medio, claro). A menos de un año de las elecciones generales, y a pocos meses de municipales y autonómicas, las cartas están echadas. La incógnita fundamental es el calado del hundimiento del PPSOE y sus satélites pseudoregeneracionistas, y el techo electoral de Podemos hasta las elecciones. El anuncio de una nueva secuencia de expansión monetaria por parte de Mario Draghi, razonablemente capaz de impedir evoluciones catastróficas de la situación financiera, fiscal y del crecimiento, hace difícil pensar en una mayoría absoluta de Podemos, y mucho menos en los 2/3 de mayoría parlamentaria necesarios para toda reforma constitucional. Pero lo decisivo estriba en que la “voluntad de Estado” de Pablo Iglesias y Podemos está determinando una intencionada discordia, tanto política como ética, con el acontecimiento 15M, y ese pacto con el “sentido de Estado” se traduce, retóricas aparte, en una enajenación o extrañamiento respecto a los contrapoderes sociales y políticos que se han venido expresando desde entonces y siguen siendo capaces de imaginar un invento político que vaya más allá del “compromiso dilatorio” en que parece concretarse la empresa Podemos. Los efectos del acontecimiento 15M distan mucho de haberse agotado, y de ellos depende la ruptura de las continuidades y de las repeticiones históricas.