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Eso no se toca

Ejemplar de la Constitución de 1978 firmado por el rey Juan Carlos I
2 de diciembre de 2021 22:18 h

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Se cumplen este lunes 43 años de la Constitución, y seguramente escucharemos estos días aluviones de alabanzas a lo que ha sido, sin duda, un texto capital para el desarrollo de la democracia en España. Como sé que la exaltación de sus virtudes está garantizada, yo me referiré a un aspecto negativo, y preocupante, de la Carta: su permisividad con conductas delictivas y su consagración de la discriminación. No exagero. Es lo que sucede en este momento con el Título II, relativo a la Corona. Y es algo que se podría subsanar con cierta facilidad, si hubiera voluntad política para hacerlo. Pero, por lo visto, no la hay.

Empecemos con el artículo 56, que establece que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. El sentido común indicaba que la inviolabilidad se refiere a los actos administrativos derivados de la función del monarca y excluye comportamientos irregulares o delictivos ajenos a dichas funciones. Pero, de repente, a raíz de los escándalos de emérito, se nos dice que estábamos equivocados. Que, tal como está redactado el texto constitucional, la inviolabilidad del monarca es ilimitada y, por tanto, resulta improcedente investigar a Juan Carlos I por ciertos delitos de enriquecimiento ilícito y defraudación al fisco, pues los hechos ocurrieron cuando disfrutaba del blindaje judicial. Que, para evitar estas situaciones en el futuro, habría que reformar la Constitución y dejar nítidamente establecido el alcance de la inviolabilidad. En otras palabras, se nos dice que hay que aclarar algo que para la inmensa mayoría de los ciudadanos no necesita aclaración alguna: que no vivimos en una monarquía absolutista, que en una democracia nadie está por encima de la ley y que un rey no puede andar por ahí poniéndose el mundo por montera sin la menor consecuencia.

Viene entonces el siguiente problema: acometer la reforma constitucional. La ministra de Justicia, Pilar Llop, dijo días atrás, en entrevista a El País, que “no hay mayoría suficiente” para limitar la inviolabilidad del rey. Aludía, al parecer, a la renuencia del PP a apoyar una iniciativa que exige mayoría reforzada. “Abrir ese debate en Cortes generales a través de una iniciativa legislativa que toque la Constitución ahora mismo es inviable por la fragmentación política que tenemos”, manifestó. En otras palabras: ni modo. Eso no se toca por ahora. El PP no quiere abrir el melón, y el PSOE, bueno, tampoco es que tenga prisa. Después de todo lo que ha llovido por los escándalos del emérito, poco parece importarles a los autoproclamados ‘constitucionalistas’ que se mantenga en la Constitución un artículo que, como se ha demostrado, puede servir de parapeto jurídico a conductas presuntamente delictivas. 

Pasemos ahora al artículo 57, que da prelación al varón en la línea de sucesión al trono. Se trata de una flagrante discriminación de género que se podría subsanar con un simple retoque constitucional. Pero eso tampoco se toca. Se nos dice que no hace falta cambiar nada por ahora, porque, al no tener Felipe VI hijos varones, la heredera es su primogénita Leonor y no hay a la vista ningún problema de discriminación. Nada parece importar que la discriminación siga presente en la Constitución, ese texto del que luego se nos dice con solemnidad que es el fundamento de la democracia.

Vayamos por último al artículo 58, que reza: “La Reina Consorte o el consorte de la Reina no podrán asumir funciones constitucionales, salvo lo dispuesto para la regencia”. En una entrevista con el programa Salvados, el exvicepresidente Alfonso Guerra apuntó que esta redacción del texto implica una discriminación contra los varones, puesto que, según su interpretación, otorga a la esposa del rey un mejor tratamiento que al esposo de la reina. Más evidente, en todo caso, es la discriminación contra la homosexualidad, ya que presupone que los reyes no se casan con personas del mismo sexo, pese a que estas uniones son legales desde 2005 en España. El debate, que a algunos les parecerá traído de los cabellos, ya ha surgido en Holanda, primer país en aprobar el matrimonio gay. El mes pasado, ante el revuelo causado por la publicación de un libro sobre la próxima sucesión monárquica, el primer ministro, Mark Rutte, manifestó que no ve ningún impedimento para que la princesa Amalia acceda al trono si se casa con una mujer. Al igual que la Constitución española, la Carta holandesa no prevé que los reyes se casen con personas de su mismo sexo y excluye de la sucesión a quienes contraigan matrimonio con la expresa prohibición de los reyes y el Parlamento. Más allá de que las palabras de Rutte reflejen un clima político propicio al matrimonio gay en la Corona, los analistas coinciden en que el debate ha servido para sacar a la luz una discriminación existente en el texto constitucional que hasta ahora pasaba desapercibida y que hay que corregir.

Han transcurrido más de cuatro décadas desde la aprobación de la Constitución. En ese tiempo solo ha sido objeto de dos reformas: en 1992, para permitir el voto en elecciones locales a residentes procedentes de otros países comunitarios, y en 2011, para consagrar el principio de estabilidad presupuestaria y dar prelación al pago de la deuda, en lo que se consideró una imposición de Alemania a sus socios europeos. Hablar de otras reformas sigue siendo tabú. Mucho más si los posibles cambios atañen al Título II. No estamos hablando ya de cuestionar el sistema de la monarquía parlamentaria, lo que sería legítimo por mucho que no se compartiera, sino de dar unas puntadas al texto constitucional para eliminar sus restos discriminatorios y las ambigüedades que permiten su utilización como parapeto para fechorías. No es mucho pedir. O no debería serlo en una democracia pretendidamente madura. Pero, por lo que se ve, aún seguimos en la fase infantil del “eso no se toca”.

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