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Una oda –de final del verano– a Canarias

Puesto de papas en el Mercado de Vegueta (ALEJANDRO RAMOS)

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Todavía tengo en el cuerpo la sensación de Canarias y no precisamente porque ahora esté más morena –cosa que a mi cuerpo de tierra caliente no le representa mayor dificultad– y lleve marcas del bañador, o porque siga encontrando arena en la mochila –que también–; sino porque tengo esa sensación que te queda cuando has conectado con algo o con alguien y de cuando te has sentido feliz. Soy una convencida del verbalizar, de manifestar, de decirle a la gente lo que sientes, de decirle a quien admiras que lo haces, o decir “te quiero” sin dar tantas vueltas. He aprendido también a agradecer a los lugares –incluso a las situaciones difíciles, pero eso es otro tema– a los que te acogen, que te dan lecciones o felicidad y he decidido por ello escribirle a Canarias.

Yo he vivido enamorada de cada rincón de España, de todos a los que he podido llegar y no tengo duda que de los que me faltan, también. Un día me enamoré de las calles y del cielo de Madrid y me quedé. Hace unos cinco años –creo– conocí Tenerife y quedé flechada con la Isla, con la amabilidad y belleza de la gente, su acento, su simpatía, su espíritu fiestero y hace unos días estuve en Gran Canaria y ha sido revivir todo eso y más, ha sido reafirmar mi enamoramiento por las Islas Canarias.

Lo que me pasa con Canarias es algo que me lleva a mi origen, a eso que me resulta familiar. Las personas que en la calle te preguntan si necesitas ayuda y caminan contigo dándote recomendaciones o indicaciones de cómo llegar a un lugar, las que te hablan e inician una charla desprevenida como si fueses una vecina más del barrio. El perfumista que me atendió con la paciencia y el cariño con el que nunca me habían atendido antes en una de estas tiendas, sin hablar de la impresionante habilidad para detectar los aromas. Sé que no viene mucho a cuento, pero es que llevaba más de 30 años en el oficio y su habilidad me llevó por un momento a recordar al protagonista de “El perfume” –sin los matices fatales obviamente–, es impresionante que exista gente así.

En Canarias, las papas son papas, no patatas –y madre mía sí que están de muerte lenta con ese mojo–, te dicen “mi niña” “mi niño” y así sea como un dicho de paso, les queda tan bonito. Cuando llegué al mercado Vegueta en Las Palmas, no miento, le di cuatro vueltas mientras admiraba cada detalle, era como si hubiese entrado en un túnel que me llevaba directamente a la plaza de mercado de mi ciudad natal, Florencia, muy pequeña ella, al sur de Colombia. Los colores, las frutas, por primera vez en todos mis años en España veía un puesto de venta de hierbas –que no estuviesen empacadas y en herbolarios-, así con ramas en grandes manojos, colgando en toda su expresión, unas más secas que otras con sus olores en furor, esas que mi abuela y mi madre me enseñaron a usar en casa para infusiones, remedios naturales y para sahumar para las buenas energías.

Era esa sensación de estar acá y estar allá, algo como lo que le escuché decir a Pablo, un chico canario que nos recibió: “es ese ser de la Península sin estar allá, pero con esa conexión con América Latina sin ser de allá”; pues eso, fue como ese punto medio que me daba el estar en España sintiendo a veces que estaba en mi casa materna. Eso que puedo leer desde mi experiencia como migrante, ese estar acá y ser feliz, pero sentir siempre que soy de allá y que hay cosas que trascienden a lo material, a lo que se describe, cosas que se leen por las sensaciones, por lo que llevas en la memoria, en los sentidos, en las experiencias.

Serán también los puntos comunes históricos que tenemos, será el mar, el sol, la soltura de su gente, pero Canarias me dio cien años de vida, no confirmo ni desmiento que empecé a fantasear con irme a vivir, al menos unos meses y en algún momento de mi vida a ese hermoso lugar. Se acaba el verano, hace mucho no tenía uno tan feliz, tan plena, tan tranquila, aun en medio de ciertas cosas que preocupan, pero con muchas más por agradecer. Canarias ha sido la conclusión perfecta, merecía que se lo dijera. 

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