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Opinión - El problema de los tres gorros. Por Elisa Beni

Pactar el desacuerdo, darse tiempo

Pedro Sánchez y Pere Aragonès, a su salida de la reunión en el Palau de la Generalitat.

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La manifestación del 11 de septiembre y la Mesa de diálogo, con el choque frontal y descarnado entre los partidos independentistas, nos envían señales que en apariencia parecen contradictorias, pero que responden a la misma lógica. 

Decodificar las claves de lo que está pasando deviene fundamental para que la apuesta por el diálogo sea viable. Esto que viene a continuación es lo que me parece ver. 

El 11S mostró la fuerza y, al tiempo, la debilidad del independentismo. A pesar del cansancio y la frustración, el independentismo catalán demostró una vez más una capacidad de movilización significativa. Tan importante como la falta de perspectiva y de estrategia compartida y una fractura interna que va más allá del conflicto entre partidos. 

Se trata, como apunté en Empantanados, de un movimiento cívico sin parangón en estos tiempos, en términos de hegemonía ideológica, movilización social y capacidad logística. 

Sería un error minusvalorarlo, porque si bien no dispone de la mayoría social para hacer avanzar sus objetivos, sí mantiene la capacidad de agrupar a amplios sectores de la sociedad catalana que han roto todo consentimiento con el estado español. 

A esa capacidad de movilización ha contribuido que la independencia sea, además de un objetivo legítimo, un imaginario mágico que seduce por su simplicidad a amplios sectores de la sociedad catalana, en tiempos de desconcierto, miedos e inseguridad. Como también hizo el Brexit.

Es cierto que la apuesta fallida por la unilateralidad convirtió la única utopía disponible -en palabras de Marina Subirats- en una gran distopía que bloquea la vida social y política de Catalunya y desestabiliza España. Pero el movimiento independentista se mantiene activo. Nadie debería ignorarlo. 

Son diversas las razones de esta resiliencia, comenzando sin duda, por unas convicciones fuertes. La sensación de inseguridad y desconcierto social se mantiene, incluso se ha agravado con la pandemia, sin que en el horizonte aparezca ninguna utopía de sustitución atractiva. 

Los motores que han impulsado este movimiento social continúan funcionando, aunque con menor potencia. De un lado, el papel destacado que en él juega la mesocracia que vive dentro de los muros protectores de la ciudadela de la cosa pública. Son sectores sociales que en términos de bienestar personal arriesgan poco con la desestabilización económica, social e institucional que se ha generado. Lo ilustra la llamada a la quema de contenedores y ocupación del aeropuerto del Prat realizado por la dimitida Vicerrectora de la UPC. Para estos colectivos, las bullangas, que en algún momento han adquirido forma de revuelta, son muy seductoras como placebo de revolución. 

De otro, la burbuja comunicativa que generan los medios de comunicación públicos y concertados subvencionados contribuye a alimentar–como sucede también en España- la disonancia cognitiva en la que están instalados sectores del independentismo. Como muestra las palabras de Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, en la manifestación: “President, faci la independència” como quien llama a servir la mesa. 

Hay otro factor, el que enlaza el “éxito” de la manifestación del 11S con la bronca entre Junts y ERC por las sillas de la Mesa de diálogo. Me refiero a la pugna insomne que mantienen estas fuerzas políticas -en constante mutación y reconstrucción- desde hace años. Aunque ya podemos encontrar referentes históricos en la primera parte del siglo XX. 

Se trata de la competencia por el voto de la vieja menestralía catalana, a la que hoy se suma la nueva mesocracia de la función pública. El conflicto entre ERC y Junts, que se presenta como diferencias en la estrategia para conseguir la independencia, en realidad solo es la batalla por hacerse con la hegemonía en ese sector social y a través de su voto con el gobierno autonómico. 

Esta pugna insomne que ha sido uno de los motores de la movilización independentista y nos abocó al desastre de septiembre y octubre del 2017, se ha convertido hoy en una bronca insomne dentro del independentismo y en el principal factor de desestabilización de Catalunya. 

La apuesta por el diálogo constituye una discontinuidad positiva en la lógica del bloqueo y la renuncia a la política, pero su camino está plagado de trampas y minas. Con boicoteadores a ambos lados. La vergonzosa campaña del PP “Exigimos las actas de la mesa de la humillación” ejemplifican cómo la derecha política, mediática y judicial está dispuesta a todo para retroalimentar el conflicto e impedir que la política haga su trabajo. 

Aunque la agresiva pinza de los “empeoradores” de ambas orillas puede terminar cohesionando a los interlocutores de la Mesa, que no se pueden permitir un fracaso. De entrada, el intento fallido de dinamitar la Mesa por parte de Junts ha tenido como efecto indirecto el reforzamiento de la apuesta por el diálogo. 

Para afrontar este reto se precisa mentalidad de corredor de fondo y ser conscientes de que la descomprensión del conflicto, además de compleja, será lenta y larga. Siempre, claro, con el permiso de los ciclos electorales.

Deberíamos estar preparados para soportar ciertas frustraciones y recidivas en el conflicto. Intuyo que, después del golpe de autoridad de Aragonés ante Junts, ERC necesitará gesticular con contundencia en la defensa del referéndum de autodeterminación y de la amnistía. Unos objetivos que son políticamente inviables –lo saben la mayoría de los independentistas- aunque dejar de reivindicarlos es para ellos más inviable aún. 

El proceso de descompresión del conflicto requiere de dos cosas: tiempo y trabajo discreto para encontrar salidas (no me atrevo a hablar de soluciones, que tiene una connotación más definitiva). Quizás las salidas que ahora no son viables puedan serlo más adelante. Pero, para que esta hipótesis sea factible se necesita tiempo para que maduren y habilidad, paciencia y “finezza” para que no descarrilen incluso antes de nacer. 

En cualquier negociación es imprescindible conocer muy bien los límites propios y sobre todo los de la otra parte. Además de identificar los espacios de posibles acuerdos y, cuando estos no son viables, saber pactar el desacuerdo. Eso es exactamente lo que intuyo se ha comenzado a hacer en la Mesa de diálogo.  

Existen un número significativo de conflictos sobre competencias, recursos e identidad -pueden llegar a ser los más importantes- en los que los acuerdos son posibles. Pueden parecer modestos, pero son acuerdos que permitirían comprar tiempo, cuya gestión es una de las materias primas de la política.  

Aunque con estos hipotéticos acuerdos no basta. Este conflicto tiene muchos afluentes que le aportan caudal, uno de ellos es la sentencia del Tribunal Constitucional que obligó a dar marcha atrás en la expresión de soberanía compartida (Parlament de Catalunya, Cortes Generales) que significaba el Estatuto, especialmente después del referéndum aprobatorio en Catalunya. 

No veo en el horizonte otra salida que encontrar la manera en la que la ciudadanía de Catalunya a través de sus instituciones pueda restablecer un pacto con las instituciones del estado español y conseguir su refrendo. 

Fácil de escribir, muy difícil de conseguir. Aunque si prestan atención a las palabras y los gestos de las partes, verán que ese sendero ya se ha comenzado a transitar. 

Ante la imposibilidad de un acuerdo a corto plazo, han decidido pactar el desacuerdo, constatando las grandes diferencias sobre el núcleo del conflicto y a la vez dándose tiempo. Puede parecer poca cosa, pero es mucho. Es una condición no suficiente pero imprescindible para continuar la descompresión del conflicto iniciada con los indultos, construir confianzas mutuas, afianzar el diálogo e intentar una salida.  

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